Visita breve al hospital a mi exesposo, sin imaginar el último regalo que me daría… Abrí el sobre y me caí de rodillas al descubrir la verdad dentro…

Mi exesposo y yo llevábamos casi un año divorciados. Nuestro matrimonio terminó de manera tranquila, sin gritos ni peleas, pero cargado de dolor y malentendidos. Después de la separación, me prometí a mí misma que nunca volvería, que nunca más lo vería. Me armé de valor para seguir adelante, para demostrarle que, sin él, podía vivir bien. Con el paso del tiempo, las heridas de mi corazón se fueron calmando, dejando una coraza, una insensibilidad aterradora. Pensé que lo había olvidado. Pero luego, una llamada me hizo que todas esas heridas se reabrieran, y mi corazón volvió a doler con fuerza.

La llamada fue de mi madre, una mujer que siempre estuvo a mi lado, animándome después del divorcio. “Hija, acabo de escuchar una noticia. Tu ex, el señor Tuấn, está en el hospital. Está muy enfermo.” Su voz se quebró. Al escuchar esto, mi corazón dio un vuelco. ¿Enfermo grave? De repente, sentí una confusión y un desconcierto que no sabía cómo nombrar. Aunque ya estábamos divorciados, no podía olvidarlo, al hombre que había sido mi todo. Intenté olvidar, pero no pude. Los recuerdos de nosotros dos volvían, claros y dolorosos.

Traté de calmarme, diciéndome que ya no tenía nada que ver con él. Pero algo dentro de mí me impulsaba, un deseo profundo e incontrolable. Tenía que ir a verlo. No por amor, sino por un deber, una responsabilidad. No podía dejarlo. Me puse un abrigo, tomé las llaves del coche y me lancé a la noche. La lluvia caía suavemente, mezclándose con las lágrimas que rodaban por mis mejillas. No sabía que esa noche mi vida cambiaría para siempre.

Cuando llegué al hospital, lo vi allí, en la cama blanca, con el rostro demacrado, los ojos hundidos. Ya no era el hombre apuesto y lleno de vida de antes, sino alguien agotado, con el dolor marcado en su rostro. Mi corazón se contrajo de dolor. Antes pensé que lo odiaba, que lo despreciaba. Pero ahora, al mirarlo, sentí compasión, un dolor profundo que no podía expresar con palabras. Él me vio y una débil sonrisa apareció en su rostro. “¿Has venido?” me dijo con voz débil.

Me quedé allí, inmóvil, incapaz de pronunciar una sola palabra. Lo miré, observé sus ojos, y vi una soledad, una desesperación que no podía ocultar. Entonces, me entregó un sobre amarillo. “Tómalo, por favor. Tengo un regalo para ti.” Temblando, tomé el sobre y sentí una extraña pesadez, algo misterioso. No sabía qué contenía, solo que él había intentado hacer algo que no pudo hacer cuando vivíamos juntos.

Tras hablar un poco con él, me fui del hospital. No podía quedarme más tiempo. Temía que si lo hacía, mis emociones se desbordarían. Lloraría, y no quería que él me viera llorar. Conduje por el camino familiar, pero mi mente estaba lejos, no encontraba paz. El sobre amarillo descansaba sobre el asiento del coche, pesado, y sentía una fuerte curiosidad, un impulso por saber qué había dentro.

Detuve el coche en una esquina y abrí el sobre. Dentro no había dinero ni una carta, sino varios documentos. Temblando, pasé las hojas, leyendo línea por línea. Me quedé paralizada al ver lo que contenían. Eran los informes médicos. Cáncer. Y luego, más documentos: contratos, transferencias de bienes. Había transferido toda su fortuna a mi nombre y el de los niños: la casa, el coche, sus ahorros.

Mi corazón se detuvo. El mundo a mi alrededor se desmoronó. Miraba los papeles, sin poder creerlo. Pensé que era un hombre cruel, alguien que nos había abandonado, a mí y a nuestros hijos. Pero no, él había sacrificado todo. Se había alejado de nosotros, no porque no nos amara, sino porque nos amaba demasiado. No quería que cargáramos con su sufrimiento, no quería que soportáramos su dolor.

Las lágrimas comenzaron a caer, calientes, sin control. Lloré por las mentiras que me dijo, por su sacrificio. Recordé sus palabras, esas palabras que antes pensé que eran vacías. “Hija, a partir de ahora, vive bien. Ya no estaré a tu lado.” “Cuida de los niños, por favor. No dejes que les falte amor.” Ahora, esas palabras tenían un significado completamente diferente. Él sabía lo que le esperaba, y había hecho todo lo posible por compensarnos.

Decidí regresar al hospital. El viento soplaba, la lluvia seguía cayendo, pero ya no sentía frío. Sentía una fuerza, un deseo ardiente de verlo, de abrazarlo. Quería decirle que no, que no podía irse. Que no necesitaba su dinero, solo a él. Corrí hacia el hospital, hacia su habitación, y lo vi allí, aún delgado y demacrado, pero con una expresión de paz en sus ojos.

Corrí hacia él, lo abracé, y solté mi llanto. “No, ¿por qué hiciste esto? No me dejes. No necesito tus bienes, solo te necesito a ti.” Él me miró, con confusión en sus ojos. “¿Qué estás diciendo? No deberías estar aquí. Vete.” me dijo con voz quebrada. “No,” respondí, “no me iré. Me quedaré aquí, a tu lado.” Le conté todo lo que había descubierto. Le expliqué que ahora entendía, que había cometido un error al no confiar en él.

Él lloró también, me abrazó fuerte. “Lo siento, no quería hacerte sufrir.” me dijo. “No, el error fue mío. No confié en ti.” respondí. Nos abrazamos, lloramos juntos. Nuestras lágrimas se unieron, formando un río cálido que sanó nuestras heridas. Ya no éramos marido y mujer, pero habíamos llegado a ser algo más profundo, entendiendo el dolor y los sacrificios que cada uno había hecho por el otro.

Decidí quedarme a su lado, cuidarlo hasta el final de sus días. Ya no pensaba en el dinero. Solo quería estar con él, asegurarme de que tuviera una vida completa. Tuvimos una conversación larga, la que nunca tuvimos cuando vivíamos juntos. Hablamos de los recuerdos, de nuestros hijos, y del futuro que enfrentaríamos juntos. Ya no tenía miedo. Encontré el amor, el perdón y la paz en mi propio corazón.