UNA ANCIANA FUE ASESINADA FUERA DE SU CASA POR SU HIJO, RECOGIÓ AL NIÑO Y 7 AÑOS DESPUÉS SE CONVIRTIÓ EN MULTIMILLONARIA, ASOMBRANDO A TODO EL PUEBLO
La historia de cómo una madre expulsada de su casa, que terminó acogiendo a un bebé, y siete años después ese niño se convirtió en multimillonario, dejando al pueblo entero boquiabierto.
El sonido de los platos y los palillos resonaba con estrépito, ahogando la lluvia que golpeaba el patio. El aroma del incienso unido al de la comida debería haber creado una atmósfera cálida y acogedora, como una escena de reconciliación. Pero lo que reinaba ahora era una tensión tan densa que costaba respirar.
En medio del festín, Giang Rở Dũng —el único hijo de la anciana Mận—, con rostro encendido, se encaró con su madre, temblando de indignación:
— “¡Esta casa es mía, el dinero lo gano yo, yo me encargo del banquete también! Tú no tienes ningún derecho aquí.”
Un pariente intercedió con cuidado:
— “Dũng, basta… ¿cómo puedes hablarle así a tu madre?”
— “¿Mamá? —rugió Dũng, con voz cortante— ¿¿La madre que no hace más que depender de otros, sentada llorando todo el tiempo?? ¿Qué has hecho por esta casa desde que papá falleció? ¿O solo has traído mala suerte?”
La señora Mận guardó silencio; sus hombros frágiles temblaban. Miró el retrato de su esposo sobre el altar, el humo del incienso le irritaba los ojos. ¿Era por el dolor que le punzaba el pecho o por la humillación?
Un tío, ya irritado, la defendió:
— “Has hablado demasiado, Dũng.”
Dũng soltó una risa torcida:
— “Mi esposa e hijo llegarán a vivir aquí. Esta casa está demasiado llena —¿dónde metería a una vieja senil como tú? Hoy es el último día que estás en esta casa.”
Dicho eso, entró al cuarto y sacó su vieja bolsa de tela, arrojándola al patio. Bajo la lluvia gélida, se desparramaron ropas ajadas y un cuaderno hecho trizas. Con indiferencia cruel, espetó:
— “Lárgate de mi vista. ¿Para qué vivir tanto si solo causas sufrimiento a tu hijo y tus nietos?”
La herida fue directa al corazón de la señora Mận. Tambaleándose, sin mirar a nadie, salió al patio mientras la lluvia azotaba su espalda. Recogió sus pocas pertenencias con manos temblorosas, enrollándolas en la bolsa que fue su única protección. Su blusa marrón se adhirió empapada a su espalda encorvada. Nadie osó intervenir: temían a Dũng, temían problemas.
Los murmullos comenzaron a nacer: “Pobre señora Mận… Qué ingrato es su hijo, pero ¿qué podíamos hacer? Es ‘su casa’, al fin y al cabo.” Ella los oyó todos, pero no derramó una lágrima más: las suyas habían vuelto saladas por dentro.
Alzó la bolsa sobre su hombro y echó una mirada final a la casa que había cuidado toda su vida. Luego fijó su vista en el altar donde el esposo sonreía en la fotografía y murmuró, casi para sí:
— “Querido, me voy ahora.”
Sin más, bajó la mirada y emprendió un viaje descalza por el barro bajo la lluvia, adentrándose en la noche. El ruido del banquete se fue apagando, los improperios de Dũng se alejaron, hasta que solo quedaron el golpeteo de gotas sobre el sombrero de paja roto y el latido destrozado de una madre.
Todo el pueblo la vio partir. Algunos sintieron pena; otros sacudieron la cabeza. No sabían que esa fatídica noche no fue un final, sino el inicio de un destino sorprendente e increíble.
Esa noche, la señora Mận perdió un hijo, pero el cielo ya estaba preparando una fortuna inmaterial para ella. La lluvia cayó más fuerte, el viento penetró su ropa raída hasta los huesos. No tenía a dónde ir. El camino del pueblo, familiar, parecía ahora extraño y aterrador. Las luces de algunas casas parpadeaban, pero ninguna puerta se abrió para ella. Caminó sin descanso entre los arrozales sumidos en la oscuridad, el canto de ranas y el silbido del viento eran lamentos en sus oídos. No sabía adónde ir. ¿Continuar caminando hasta desfallecer y caer junto al camino, saldando su deuda con la vida?
Cuando sus piernas no dieron más, se detuvo bajo un viejo árbol de albahaca gigante en el extremo del pueblo. El enorme árbol, hojas tupidas, fue su cobijo contra la lluvia fría. Se sentó y abrazó la bolsa: era lo único que le quedaba. El dolor la venció y se echó a llorar. Su llanto se extendió por la noche en silencio.
— “¡Oh, amor mío! ¿Por qué me dejaste tan temprano? ¿Por qué no te llevaste conmigo?”
En su desesperación, escuchó un sonido diminuto entre la lluvia: un sollozo. Silencio. Otra vez. Sin duda, el llanto de un niño. Miró alrededor en la penumbra: el llanto provenía de un racimo de piñas silvestres. Abrió con esfuerzo las hojas afiladas y allí, en una pequeña canasta de bambú, había un recién nacido rojizo, envuelto apenas en un trapo empapado. Sollozaba, con voz que se apagaba por el frío y el hambre.
— “¡Por Dios! —susurró temblando la señora Mận— Otro ser indefenso…”
Lo recogió sin dudar, su piel estaba helada. Retiró su única chaqueta empapada para envolver al bebé con el escaso calor de su pecho. El llanto cesó, quedó en suaves murmullos. El bebé buscó su pecho, su pequeño labio tembló como en busca de leche:
— “Shhh… mi amor, mi amorcito…”
La anciana estremecida derramó lágrimas, no por ella, sino por esa vida frágil que sostuvo en sus brazos.
Miró el vacío a su alrededor. ¿Quién tendría el corazón de abandonar a un niño en plena tormenta? Quizás alguien con su propio sufrimiento. Pero abandonar a un hijo así: eso era un crimen.
— “Haa, acaso nuestro destino… Soy yo también quien carece de un hogar. Tú y yo, minúsculo, nos cuidaremos el uno al otro.”
Abrazó al bebé, y en ese abrazo sintió una fuerza nueva, inexplicable. Ya no estaba sola. No más rendición. Debía vivir: por ese pequeño.
Miró hacia adelante, en la oscuridad. No sabía qué traería el mañana, ni cómo alimentaría al niño. Pero sabía algo: jamás lo abandonaría. En medio de la tormenta de la vida, dos almas desamparadas se habían encontrado.
Al amanecer, la señora Mận llego al final del pueblo, donde la orilla del río ofrecía un terreno baldío. Con voz implorante le dijo al jefe del pueblo:
— “Señor, ¿podría permitirme instalar una choza de láminas y hojas de palma aquí? Ya no tengo hogar.”
El líder, al verla junto al bebé, suspiró. Todos sabían lo ocurrido anoche con el hijo. Le indicó el terreno disponible y preguntó cómo viviría ahí sin recursos. Ella respondió:
— “El cielo da sebo a quien trabaje. Tengo dos manos y puedo trabajar.”
Agradecida, recogió ramas secas y láminas desechadas, y levantó una choza improvisada bajo la lluvia. En una mañana nació ese humilde refugio junto al río donde ella y el bebé estarían protegidos del clima.
Llamó al bebé “Tâm”. Le susurró al niño dormido:
— “Aunque pobres, que mantengas ese corazón puro y vivas con dignidad, mi amor.”
Los primeros días fueron los más duros. Sin dinero, sin arroz, el bebé lloraba hambriento. Recorrió el pueblo rogando un poco de comida. Con arroz hizo una papilla aguada, y por la noche, a la tenue luz de una lámpara, preparó un cuenco un poco más espeso. Observó a Tâm dormir. Tomó una cucharada, luego la dejó:
Dividió la papilla en dos. La porción más gruesa y nutritiva la guardó para mañana. La más aguada se la comió ella.
— “Toma tú primero, crece pronto… yo ya estoy llena.”
La vida continuó. Por las mañanas, recogía hierbas y caracoles en la orilla. El mediodía compartían la sopa o lo poco que conseguían: lo mejor para Tâm, el resto para ella. Hubo días sin nada que comer; ella masticaba hojas de vối para saciar su hambre y reservar lo poco que tenían para él.
Algunos vecinos, conmovidos, les traían arroz o pan ocasionalmente; otros murmuraban con crueldad:
— “Está vieja y senil… ahora carga con un bebé. ¿Seguro busca futuros beneficios?”
Ella los oyó, pero siguió adelante. No tenía tiempo para el rencor; su mente estaba en el niño. Con cada sonrisa y cada ganancia de peso, su agotamiento se esfumaba.
Cuando Tâm dormía, ella, junto a la luz de la lámpara, cosía su ropa rota, acunándolo con nanas suaves, cantando:
“À ơi…”
Su voz ya no era pura, pero transbordaba amor profundo.
En su pequeña choza junto al río, habían creado un mundo solo para ellos: carente de bienes, pero lleno de humanidad. Había perdido una familia, pero recuperado otra. Pequeña, humilde, pero completa.
La noticia de la anciana que recogió un bebé se propagó más rápido que el viento; era tema en cada mercado vespertino. Mujeres reunidas al sollo… cuchicheaban:
— “¿Ya se enteraron? ¡La vieja Mận tan senil, ahora carga con un bebé!”
— “La vieja es inútil; ¿cómo cuidará a ese niño? Ambos morirán de hambre.”
— “Mira, abandonó a su hijo, pero cargó con el crío ajeno. ¡Qué descaro!”
Cada cuchicheo era como una aguja invisible clavándose en ella. Pero cada vez que pasaba por el pueblo, bajaba la cabeza, apuraba el paso, abrazando a Tâm; protegía al bebé del odio de la gente.
Dũng, al enterarse, se burló:
— “Esa vieja quiere quedar de buena… a ver cuánto dura. Cuando pase hambre, volverá llorando.”
Su esposa, dura, agregó:
— “Una suegra ajena siempre trae problemas, no ayuda.”
A pesar del desprecio, hubo corazones compasivos: como el de Hoa, una vendedora ambulante de pastelillos, huérfana desde niña, que conocía la pena de no tener familia. Una tarde vio a la señora Mận sentada junto a la caseta, mirando a Tâm dormir y suspirar. Silenciosa, le llevó una bolsa de harina de arroz y le dijo:
— “Tómela… Usted es habilidosa. Haga unos pocos pastelillos y véndalos. Algo entrará, y ambos estarán mejor.”
Los ojos de la señora Mận se humedecieron. Apretó la mano de Hoa temblando:
— “No sabré cómo agradecerle…”
— “No diga eso. Solo estoy ayudando a un niño.”
Hoa sonrió cariñosamente a Tâm.
A partir de entonces, la vida cambió. Por las mañanas ella seguía buscando hierbas y caracoles; por la noche, molía harina para preparar pastelillos. Sus manos agrietadas ahora trabajaban con ligereza, produciendo pequeños y delicados bánh ít y bánh gai.
A la mañana siguiente, bà Diệu Tâm llevó su canasto de pastelillos y se sentó en un rincón del mercado del pueblo. Al principio nadie compraba; la miraban con curiosidad, incluso con desdén. Pero luego, alguien probó un trozo, descubrió que estaba delicioso, tierno y fragante, como el sabor de su tierra natal, y decidió llevarse más. De ahí en más, de boca en boca, el canasto de bà se fue vaciando lentamente. En su primer día, ganó unos cuántos miles de dongs. Con las monedas arrugadas en la mano, la señora Mận lloró de felicidad.
Con ese dinero, compró arroz glutinoso de buena calidad y un poco de carne magra para preparar un buen tazón de gachas para Tâm. Al verlo comer con apetito, bà Mận sonrió, ajena a los cuchicheos del pueblo. Solo sabía una cosa: debía vivir y trabajar para criar bien a Tâm.
Ella comenzó a enseñarle cosas. Cuando Tâm balbuceaba palabras, bà lo animaba a llamarla. Al dar sus primeros pasos, bà trazaba letras en la tierra con un palo:
— “Esta es la letra A, cariño. A de ‘an lành’ (paz); deseo que vivas siempre en paz.
— Y esta es la T, de ‘tử tế’ (bondad). Debes vivir con bondad.”
Así, en ese tugurio humilde y entre murmullos malintencionados, un niño crecía día tras día bajo la ternura y enseñanza de una anciana pobre. El tiempo voló, y Tâm ya tenía seis años.
Gracias al ahorro de bà Mận, Tâm pudo asistir al primer grado en la escuela del pueblo. Era inteligente: lo que la maestra enseñaba, él lo recordaba y le leía a bà al volver a casa. Pero la alegría pronto se vio opacada. Sus compañeros comenzaron a burlarse de él:
— “El niño huérfano que recogió la abuela.”
— “Vive en una choza de pastelitos.”
Esas palabras crueles eran como cuchillos en el corazón del niño. Al principio replicaba, pero cuanto más defendía, más se burlaban. Pronto dejó de responder, bajando la cabeza.
Un día, al regresar de la escuela, llegó silencioso y se hundió en el regazo de bà, temblando. Ella acarició su cabeza:
— “¿Pasó algo en la escuela?”
Con sollozos apenas audibles:
— “Abuela… dijeron que soy un huérfano recogido. ¿Es verdad?”
Bà Mận guardó silencio un largo rato; sabía que ese día llegaría. Lo sentó derecho, le secó las lágrimas y lo miró a los ojos con firmeza:
— “Escucha bien, cariño. Nadie elige dónde nace. Algunos tienen riquezas, otros pobreza; algunos tienen padres, otros no. Eso no importa. Lo importante es cómo vivimos. Tú no elegiste nacer donde naciste, pero sí puedes elegir quién serás. Puedes elegir vivir con bondad, con rectitud, con humildad. ¿Lo entiendes?”
Con los ojos húmedos, Tâm asintió. Entonces bà continuó:
— “¿Quién dijo que no tienes padres? Yo soy tu abuela, pero también soy tu madre y tu padre. Mi amor por ti no es menor que de cualquier persona en este mundo. Y lo que digan… no lo guardes en tu corazón. Las palabras de la gente son como viento, pasan. Solo necesitas vivir bien, con verdad; nada podrá derribarte.”
Bà lo abrazó:
— “Prométeme algo: pase lo que pase, sé siempre una persona de bien.”
— “Lo prometo, abuela,” respondió él con determinación.
Las palabras de bà fueron una luz que disipó las nubes oscuras del corazón de Tâm. Ya no lloraba; entendió que sus orígenes no lo definían: lo definía su forma de vivir. A partir de ese día, ya no se entristecía por las burlas. Sonreía en silencio y se alejaba. Se concentró en estudiar: quería ser fuerte, exitoso para cuidar de bà y demostrar que quien fue abandonado podía convertirse en una persona valiosa.
Al llegar a casa, él se arremangaba para ayudar: mientras bà recogía verduras o encendía el fuego, él estudiaba. Por las noches, a la luz tenue, juntos hacían pastelillos con sus manos. A quienes los veían no les importaba saber que detrás de la fragilidad había brotando una semilla de fuerza y esperanza.
Cuando Tâm cumplió siete años, el pueblo empezó a murmurar. Una mañana llegaron al filo del pueblo dos autos lujosos. Descendió una pareja de cincuentones con aspecto adinerado. Recorrieron el pueblo mostrando la foto de un bebé perdido hacía siete años. Los vecinos, al ver la fotografía, se acordaban del niño que la anciana recogió en una noche de lluvia. La pareja fue conducida hasta la choza junto al río.
La señora Mận estaba cosiendo y Tâm leía, cuando los extraños llegaron. El hombre dijo con voz temblorosa:
— “La semana pasada escuchamos que recogió a un niño…”
La señora Mận, temiendo lo peor, asintió: “Sí, es mi Tâm.”
La mujer sacó una foto amarillenta y la comparó con el rostro de Tâm:
— “¡Es igualito a cuando mi esposo era niño! ¿Eres tú mi nieto?”
El hombre explicó que su nuera tuvo un parto prematuro hace siete años, cayó en depresión y desapareció con el bebé. Nunca lo hallaron. Su hijo falleció hace dos años, y el niño era su única esperanza. Su esposa sollozó:
— “Por favor, permítanos quedarnos con él.”
La señora Mận miró primero al niño y luego a la pareja destrozada. Aunque dolida, sabía que no podía ser egoísta. Si aquel niño era realmente su nieto, merecía tener una familia completa. Dijo con voz quedita:
— “De acuerdo. Podemos hacer una prueba de ADN.”
Cuando llegó el resultado, fue negativo. El niño no era de ellos. El pueblo contuvo el aliento. La pareja quedó devastada. La señora Mận sintió alivio y compasión: aunque se había negado al dinero grande que ellos ofrecían, se conmovía por su dolor.
Entonces, el señor Quang pidió disculpas y dijo:
— “Aunque no es nuestro nieto, hoy hemos visto un gran corazón. Queremos ofrecerle un fondo educativo. Deseamos que Tâm estudie en la mejor escuela de la ciudad hasta la universidad, como si fuera nuestro nieto.”
La señora Mận lloró de emoción. Agradeció con el corazón:
— “Estoy satisfecha. Gracias. En nombre de Tâm, gracias de verdad.”
Una semana después, la pareja envió un auto por él. La choza quedó silenciosa. La señora pasó la noche preparando unas pocas pertenencias: ropa vieja, cuadernos escritos, y unos pastelillos para el camino. El niño se fue con el corazón dividido: feliz por la oportunidad, triste por separarse. En la mañana, con ropa nueva, se aferró a bà:
— “Abuela, ¿por qué no vienes conmigo?”
— “Estoy vieja. No me acostumbraría a la ciudad. Tú ve, obedece, estudia. Yo te esperaré.”
El niño lloró y prometió volver cada vez que pudiera; incluso le prometió construirle una casa grande.
Cuando el auto partió, ella quedó de pie, llorando con una sonrisa. El pueblo observó conmovido cómo una nueva vida comenzaba. Esa choza que en otro tiempo fue refugio para ambas, ahora estaba vacía. Pero ella se levantó, tomó su futuro en las manos. Volvió al puesto de pastelillos. Su espalda encorvada y ojos llenos de esperanza eran la prueba de que seguiría esperando por él, con amor incansable.
Cierro aquí la traducción, y si deseas ajustar matices o el estilo, estaré encantado de ayudarte
Es una casa de teja de tres estancias, espaciosa, limpia y elegante, situada en medio de un jardín frondoso y sombreado. Señora Mận se mudó a su nueva casa, pero aún sentía que vivía dentro de un sueño.
Aquella noche, abuela y nieto se sentaron en el porche bajo la brillante luz de la luna. Tâm preparó con sus propias manos una tetera de té de loto caliente y se lo sirvió a su abuela:
— “Tome, abuela, para que entre en calor.”
La señora Mận probó un sorbo del té y contempló al joven erguido y maduro que su nieto se había convertido. Un orgullo inmenso llenó su corazón:
— “Tâm, dime honestamente… ¿cómo es posible que en solo tres años hayas logrado tanto? ¿De dónde salió el dinero para construir esta casa?”
Tâm sonrió con ternura y supo que era el momento de contarle la verdad:
— “Abuela, esto es muy largo…” —empezó a relatar.
Resultó que, en la ciudad, gracias a su notable inteligencia, sobre todo en matemáticas y programación, Tâm se destacó rápidamente como el mejor estudiante de su escuela. Su talento llamó la atención de una gran corporación tecnológica que buscaba talentos prodigiosos y lo admitió en un programa especial. Allí, tuvo la oportunidad de aprender con los mejores profesores y colaborar en el desarrollo de varios softwares y aplicaciones tecnológicas. Una de ellas alcanzó un éxito extraordinario.
Aunque habló con humildad, la señora Mận comprendió que esos logros no eran para nada sencillos. Los señores Quang no solo pagaron por su educación, sino que también lo apadrinaron y ayudaron a gestionar los ingresos que provienen de esos proyectos. Le dijeron que, si bien tenía talento, fue su ética y los valores inculcados por su abuela lo que lo sostuvo ante el éxito.
Tâm tomó la mano de su abuela, emocionado:
— “Abuela, nunca he olvidado lo que me enseñaste: nadie elige dónde nace, solo puede elegir cómo vivir. Siempre recuerdo esas palabras antes de tomar una decisión importante. Cuando me preguntaron qué me motivaba, solo dije: ‘porque le prometí a mi abuela que volvería para cuidarla, y debo tener éxito rápido para que no le falte nada jamás’.”
Las lágrimas resbalaron por las mejillas de la señora Mận. Jamás imaginó que sus sencillas enseñanzas tendrían tanta fuerza. Ella le acarició la cara, con voz suave:
— “Tu inteligencia y éxito son un don del cielo.”
— “No, abuela —respondió él negando— Si aquella noche de lluvia no me hubieras recogido, yo no estaría aquí. Sin las gachas que compartías, sin las letras dibujadas en la tierra, sin tu amor incondicional… yo no hubiera sobrevivido, o quizá ya no estaría vivo.”
Se arrodilló y apoyó la cabeza en su regazo como cuando era pequeño:
— “Tú me diste la vida, mi nombre, mi esencia. Todo lo que soy hoy te lo debo a ti. Yo no soy ningún multimillonario; tú eres la verdadera millonaria de la compasión. Yo solo tuve la suerte de heredar esa riqueza de ti.”
La señora Mận lo abrazó con ternura. La brisa soplaba afuera, la luna bañaba el nuevo hogar. Entre esos muros modernos, el calor de aquel vínculo permanecía intacto como en la vieja choza. Y en ese momento, comprendió que lo más valioso que poseía no era el dinero, sino ese nieto agradecido y lleno de humanidad.
Y él, el hijo biológico de ella, quedó completamente fuera de esa imagen de gloria. Se tornó en un ser superfluo, invisible.
Los ojos de Dũng estaban enrojecidos. No lloraba por envidia, sino por dolor, por darse cuenta de que había perdido lo más valioso. Giró sin decir nada y se fue con paso lento a su fría casa.
Su sombra se alargaba por el camino de tierra, solitaria y desgarradora.
En la escuela “Mận Tâm” se abrió y comenzó a funcionar, trayendo una nueva energía al pueblo. Risitas de niños, lecciones cantadas, todo ahuyentaba la melancolía de aquella aldea pobre. La señora Mận y Tâm se hicieron reverenciados por todos.
Pero cuanto más los alababan, más Dũng se recogía en el caparazón de su culpa y vergüenza. Su enfermedad empeoraba, las secuelas del derrame cerebral lo obligaban a esforzarse aún más para caminar. Su vieja casa se transformó en una cárcel de soledad y dolor. Nadie lo visitaba; vecinos ocupados, antiguos amigos ya no lo buscaban. Estaba completamente aislado.
Las noches se volvían eternas. Él yacía en una cama desvencijada, solo, con el canto de los grillos como única compañía. La angustia lo envolvía. Pensaba en la muerte… pero tenía miedo. Miedo de encontrarse con su padre en el más allá y no saber qué decir. Extrañaba tanto a su madre…
Una noche, tras un par de copas para mitigar la pena, tembloroso, sacó su viejo celular y marcó el número de Tâm, que había conseguido en secreto. Quería llamar para preguntar por su madre, pero el miedo a escuchar la voz de Tâm lo paralizaba. Marcaba y colgaba, una y otra vez.
Finalmente, la soledad venció al miedo. Presionó “llamar”, y su corazón latía con fuerza. Al otro lado, la voz cálida y cortés de Tâm respondió:
— “¿Hola? ¿Cómo estás?”
Dũng guardó silencio. Su garganta se cerraba, las palabras no salían. Quería preguntar si su madre estaba bien, pero solo un sollozo profundo escapó. Entonces comenzó a llorar como un niño. Un llanto sin fuerza, de dolor profundo, de remordimiento. Quiso disculparse, pero solo le brotó un gemido. Y colgó.
Desesperado, desplomado sobre el escritorio, sin fuerzas, sintió que ese episodio lo agotaba por completo. Se sintió miserable. Al otro lado, en la casa nueva, Tâm dejó el celular y vio a su abuela viendo televisión. Sabía que había dolores que no sanaban con un “te perdono”, sino con un acto.
A la mañana siguiente, contó lo sucedido con sinceridad. La señora Mận lo escuchó sin interrumpir. Luego, se levantó, fue a la cocina, tomó arroz de buena calidad que Tâm había comprado, lavó y preparó una olla de gachas, blancas y suaves. Sazonó apenas con sal y un buen chorrito de salsa de pescado. Tomó un tazón, se puso el sombrero cónico y salió hacia la casa de Dũng.
En su mente, Tâm la siguió con la mirada. Admiración plena, porque ahí estaba su abuela, sin condiciones, llevando alimento a quien le había hecho tanto daño. Caminó hasta la vieja casa, cruzó el umbral lleno de humedad y suciedad. Encontró a Dũng encogido en la cama, temblando de fiebre. Cuando la vio, intentó levantarse, pero no tuvo fuerzas:
— “¿Mamá? ¿Por qué viniste?”
Ella no respondió con palabras. Colocó el tazón junto a él, lo ayudó a sentarse, y le dijo con voz calmada:
— “Estás enfermo. Come un poco de esto para recuperarte.”
Lo alimentó con paciencia, una cucharada a la vez. Algo en ese acto lo conmovió: hacía años que nadie lo cuidaba así. El recuerdo de su infancia y aquellas atenciones lo abrumaron. Lloró.
— “No me animo a comer.”
— “Come, por favor.” —respondió ella, mientras añadía—: “Esta gachas están hechas con el arroz que tú yendo a la compra para Tâm. Es muy bueno.”
Esas palabras fueron como un hacha rompiendo su orgullo. No resistió más y se derrumbó. Sollozó, se aferró a los pies enjutos de su madre.
— “Te perdono, pero búscate dentro. Yo ya lo hice.”
Aquella cena, aunque humilde, fue el alimento más reconfortante de su vida. Porque lo que ingería era amor.