«¿Puedo limpiar su casa por un plato de comida?» — Lo que el millonario vio lo dejó sin palabras
La lluvia golpeaba con fuerza contra el techo de cristal de la enorme mansión de Julian Maddox, a las afueras de Seattle. Dentro, el multimillonario estaba junto a la chimenea encendida, con una taza de café negro en la mano, la mirada perdida en las llamas danzantes. La riqueza había llenado su vida de lujos… pero no de paz.
Un golpe seco rompió el silencio.
Julian frunció el ceño. No esperaba a nadie. Su personal tenía el día libre y las visitas eran raras. Dejó la taza y caminó hacia la puerta principal, abriéndola.
Allí estaba una mujer, empapada, abrazando a una niña de no más de dos años. Su ropa era fina y gastada, sus ojos, vacíos y cansados. La pequeña se aferraba a su suéter, observando en silencio.
—Perdone que lo moleste, señor —dijo la mujer, con voz temblorosa—. No he comido en dos días. Si me deja limpiar su casa, solo necesito un plato de comida… para mí y para mi hija.
Julian se quedó inmóvil.
No por lástima, sino por sorpresa.
—¿Emily? —susurró.
Ella alzó la mirada, con incredulidad dibujada en el rostro. —¿Julian?
El tiempo pareció plegarse sobre sí mismo.
Siete años atrás, había desaparecido—sin advertencia, sin despedida, simplemente se fue.
Él dio un paso atrás, con el corazón acelerado. La última imagen que guardaba de Emily Hart era de ella con un vestido rojo de verano, descalza en su jardín, riendo como si nada pudiera dañarla.
Y ahora estaba allí, con ropa raída, frágil y desgastada.
—¿Dónde has estado? —preguntó, con la voz tensa.
—No he venido para un reencuentro —dijo ella, con la voz quebrada—. Solo necesito comida. Luego me iré.
Su mirada bajó hacia la niña. Rizos rubios, ojos azules brillantes—los mismos ojos que tenía su madre.
—¿Es… mía? —preguntó en voz baja.
Emily apartó la mirada, en silencio.
Julian se hizo a un lado. —Entra.
Dentro, el calor las envolvió. Emily se quedó incómoda sobre el suelo de mármol, empapando agua de lluvia, mientras Julian indicaba al chef que preparara comida.
—¿Aún tienes personal? —murmuró.
—Por supuesto —respondió él, con un filo inconfundible en la voz—. Tengo de todo… excepto respuestas.
La niña se inclinó hacia un cuenco de fresas y susurró tímidamente: —Tank you.
Julian sonrió levemente. —¿Cómo se llama?
—Lila —susurró Emily.
El nombre lo golpeó con fuerza.
Lila: el nombre que una vez soñaron para una hija, cuando su mundo estaba entero.
Julian se dejó caer en una silla. —Empieza a hablar. ¿Por qué te fuiste?
Emily dudó, luego se sentó frente a él, con los brazos protectores alrededor de Lila.
—Descubrí que estaba embarazada la misma semana en que tu empresa salió a bolsa —dijo—. Trabajabas sin parar. No quería ser una carga.
—Esa era mi decisión —replicó él, cortante.
—Lo sé —susurró ella, con lágrimas brillando—. Luego descubrí que tenía cáncer.
Su corazón se hundió.
—Era estadio dos. No sabían si sobreviviría. No quería que tuvieras que elegir entre tu empresa y una novia moribunda. Así que me fui. Di a luz sola. Luché contra la quimio sola. Y sobreviví.
Él se quedó sin palabras—con la ira y la tristeza mezclándose.
—¿No confiaste lo suficiente en mí como para dejarme ayudarte? —preguntó por fin.
Los ojos de Emily se llenaron de lágrimas. —No confiaba ni en mí misma para sobrevivir.
Lila tiró de la manga de su madre. —Mami, tengo sueño.
Julian se agachó. —¿Quieres descansar en una cama calentita?
La niña asintió.
Él miró a Emily. —No te irás esta noche. La habitación de invitados estará lista.
—No puedo quedarme —dijo rápidamente.
—Sí puedes —replicó él, con firmeza—. No eres cualquiera… eres la madre de mi hija.
Ella se quedó inmóvil. —¿Así que crees que es mía?
—No necesito una prueba. Lo veo en ella.
Esa noche, después de que Lila se durmiera arriba, Julian estaba en el balcón, mirando el cielo tormentoso. Emily se unió a él, envuelta en una bata de las criadas.
—Nunca quise destruir tu vida —dijo.
—No lo hiciste —respondió él, en voz baja—. Solo te borraste de ella.
El silencio se alargó.
—No estoy pidiendo nada —dijo Emily—. Estaba desesperada.
Julian se volvió hacia ella. —Fuiste la única mujer que amé. Te fuiste sin dejarme luchar por ti.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas.
—Todavía te amo —susurró—. Aunque me odies.
Él no respondió. En cambio, miró hacia la ventana donde Lila dormía segura y cálida.
Finalmente dijo: —Quédate. Al menos hasta que descubramos qué viene después.
La luz de la mañana se filtró suavemente entre las nubes, bañando la finca con un resplandor dorado. Por primera vez en años, no se sentía vacía.
Abajo, Julian preparaba huevos revueltos—una rareza—en una cocina impregnada del aroma de mantequilla y tostadas. Escuchó pasos suaves detrás de él.
Emily estaba en el umbral, sosteniendo la mano de Lila. La niña vestía un pijama limpio, con el cabello cuidadosamente rizado.
—¿Ahora cocinas? —sonrió débilmente Emily.
—Lo intento —respondió Julian, entregando un plato a Lila—. Por ella.
Lila se acomodó en una silla, comiendo como si no hubiera probado una comida decente en mucho tiempo.
—Le gustas —dijo Emily en voz baja.
Julian levantó la mirada. —Es fácil quererla.
En los días siguientes, se instaló un ritmo incómodo. Emily mantenía la distancia, sin saber si esto era real o temporal. Julian observaba cada mirada, cada gesto pequeño, como si intentara recuperar años perdidos.
Pero no todos las recibieron bien.
Una tarde, Julian volvió de una reunión y encontró a su asistente, Charlotte, esperándole.
—¿Tienes a una mujer y a una niña viviendo aquí ahora? —preguntó, con los brazos cruzados.
—Sí —respondió él—. Esa es Emily y su hija.
—¿Tu hija?
Él asintió.
Charlotte frunció el ceño. —La junta ya está haciendo preguntas.
—Que pregunten —respondió Julian con frialdad—. La familia no necesita su aprobación.
La palabra se sintió extraña en su boca… pero era la correcta.
Esa tarde, Emily estaba en el patio, viendo a Lila perseguir mariposas.
Julian llevó dos tazas de té. —Siempre te gustó el atardecer.
—Era el único momento en que el mundo estaba en silencio.
Él tomó un sorbo. —¿Por qué no volviste cuando el cáncer desapareció?
Ella apartó la mirada. —Porque pensé que ya no pertenecía a tu mundo. Te habías vuelto intocable, famoso, poderoso.
Él se inclinó. —Yo estaba solo.
Ella no dijo nada.
—Podrías haber vuelto.
—Tenía miedo de que no me perdonaras.
Julian se alejó, con las manos en los bolsillos. —¿Y ahora?
Emily tragó saliva. —No sé si puedes.
—No quiero venganza. Quiero ser el hombre que ella necesita.
—Ella necesita un padre. No un CEO —susurró.
—Entonces eso seré.
Al día siguiente, mientras Julian estaba en una llamada, sonó el timbre.
Emily abrió la puerta a la madre de Julian, Diane Maddox—firme, fría e imponente.
—Así que has vuelto.
—Hola, Diane —respondió Emily con cautela.
—Tienes valor. Julian se ha estado desmoronando desde que te fuiste.
Emily se apartó. —Por favor, pasa.
Diane entró con aire de desprecio.
—No te quedarás, ¿verdad?
—No pensaba hacerlo. Pero ahora… no lo sé.
—¿Crees que tener un hijo te convierte de nuevo en familia?
—Nunca dejé de ser familia. Lila es hija de Julian.
Diane bufó. —¿Y si esto es un plan para conseguir la fortuna?
La voz de Emily se endureció. —Entonces nunca me conociste.
Julian llegó, percibiendo la tensión.
—¿Qué pasa aquí?
—Solo una reunión familiar —respondió Diane con dulzura.
Julian miró a Emily, con sospecha en los ojos. Ella negó con la cabeza.
Más tarde, Emily hizo su maleta.
Julian la encontró en el pasillo. —¿Qué haces?
—No puedo quedarme. Tu madre…
—Déjame adivinar. ¿Cree que estás aquí por dinero?
Emily asintió. —No quiero problemas.
Julian le tomó la muñeca suavemente. —No te vas por ella.
—No lo entiendes.
—No, no lo entiendes tú. Quiero que estés aquí. Lila te necesita. Nadie te va a echar. Ni siquiera mi madre.
Su labio tembló. —¿Irías contra tu familia?
—Tú eres mi familia —dijo él—. Siempre lo has sido.
Las lágrimas cayeron, pero esta vez ella no se apartó.
Las semanas se convirtieron en meses.
Julian viajaba menos, aprendiendo a trenzar el cabello de Lila en lugar de estrategias de junta directiva. Emily encontró paz en una casa que antes fue una jaula. La risa de Lila llenaba los pasillos.
Un domingo, bajo el magnolio, Julian se arrodilló, con una pequeña caja de terciopelo en la mano.
—Julian…
—Te perdí una vez. No volveré a cometer ese error.
Las lágrimas corrían mientras Lila aplaudía, ajena a todo.
—Sí —susurró Emily—. Sí.