Obligada por mis padres a casarme con el vecino rico, barrigón y casi veinte años mayor, no pude sonreír en mi propia boda. Esa noche de bodas, con lágrimas contenidas y cuatro capas de ropa para “defenderme”, me senté sin querer sobre algo frío… y ahí comenzó todo.
Obligada por mis padres a casarme con el vecino rico, barrigón y casi veinte años mayor, no pude sonreír en mi propia boda. Esa noche de bodas, con lágrimas contenidas y cuatro capas de ropa para “defenderme”, me senté sin querer sobre algo frío… y ahí comenzó todo.
Mis padres estaban endeudados. Así que cuando el vecino rico de al lado —con barriga prominente y edad para ser mi tío— pidió mi mano, aceptaron sin pensarlo. Yo no tuve opción. Me sentí acorralada. En la boda, intenté sonreír para no preocupar a nadie, pero mis ojos húmedos y la expresión forzada lo decían todo.
Esa noche, ya tenía mi “estrategia de defensa” preparada: llevaba cuatro capas de ropa encima —camisa, hoodie, camisón largo y hasta un abrigo delgado—, como una armadura. Pensé: “aunque quiera, no podrá hacer nada”.
Pero justo cuando se apagaron las luces y me acomodaba para dormir, sentí algo duro bajo el colchón. Metí la mano con cautela… y era un sobre grueso.
Lo tomé, temblando. Pensé que quizás era dinero, como para “comprar mi buen humor” tras un matrimonio forzado. Pero al abrirlo, contuve la respiración. Dentro había cuatro boletos de avión al extranjero, un pasaporte y una visa recién emitida… con mi nombre.
Me quedé en shock. Me excusé diciendo que iba al baño a “cambiarme”, pero en realidad era para leer el papel que venía dentro del sobre. Decía:
“Si quieres salir de este matrimonio, solo toma el vuelo de mañana por la mañana. Yo me encargaré de todos los trámites del divorcio y no le diré nada a tus padres. Este es mi verdadero regalo de bodas para ti.”
Resultó que aquel hombre no había querido casarse conmigo por deseo o necesidad. Solo lo hizo para saldar las deudas de mi familia… y devolverme la libertad.
Pero eso no fue todo.
Esa misma noche, aún con la desconfianza en el cuerpo, sentí otra vez algo extraño en el borde de la cama. Esta vez, era otro sobre, más rígido. Él me miró serio y dijo:
– Eso… guárdalo. Y no digas nada mañana.
Intrigada, fui de nuevo al baño y abrí el sobre. No era dinero. Eran documentos legales: escrituras de una casa y un contrato de compraventa con las firmas de… mis padres. Y al final, en un garabato mal escrito, una nota decía:
“Vendo a mi hija – con la condición de saldar toda la deuda.”
Me quedé helada. Me temblaban las manos. Estaba furiosa, pero también me dio risa amarga. No me habían casado con un hombre rico por “asegurar mi futuro”, sino porque era la única forma de mis padres de escapar de cientos de millones en deudas.
Y cuando todavía intentaba digerirlo, escuché, a través de la rendija de la puerta del baño, la voz baja de mi “esposo” hablando por teléfono:
– Sí, ya está. Solo falta que firme el traspaso y listo. Tú prepárate para comprar la propiedad… a ella la saco pronto.
Me quedé paralizada.
Ahí lo comprendí todo: no solo mis padres me habían vendido, sino que este hombre planeaba deshacerse de mí una vez tuviera todos los papeles firmados. No era un acto de bondad. Era una trampa perfecta.
Y en ese momento… se me ocurrió un plan para darle la vuelta a todo. Justo ahí, en plena noche de bodas.
La guerra acababa de empezar. Y yo no pensaba perder.