Me despidieron por tener 55 años. Como despedida, regalé rosas a todos mis compañeros y a mi jefe le dejé una carpeta con los resultados de mi auditoría secreta.
Me despidieron por tener 55 años. Como despedida, regalé rosas a todos mis compañeros y a mi jefe le dejé una carpeta con los resultados de mi auditoría secreta.
-María, tendremos que prescindir de ti.
La voz de don Ramón sonaba con esa falsa ternura paternal que usaba siempre que planeaba una traición.

Reclinó su cuerpo en el sillón de cuero, entrelazó los dedos sobre la barriga y añadió:
-La empresa necesita una nueva energía, un aire fresco. Tú lo entiendes, ¿verdad?
Lo miraba: el rostro bien cuidado, la corbata cara que yo misma le había ayudado a elegir para la última cena de empresa.
¿Entender? Claro que entendía. Los inversores estaban pidiendo una auditoría independiente, y él necesitaba deshacerse de la única persona que conocía toda la verdad: yo.
-Entiendo -respondí con calma-. ¿La nueva energía es Lucía, la recepcionista que confunde el debe con el haber, pero tiene veintidós años y ríe todas tus bromas?
Su gesto se torció.
-No es por la edad, María. Es que… tu método está un poco anticuado. Nos estancamos. Hace falta un… “salto”.
Ese “salto” llevaba repitiéndolo medio año. Yo había construido aquella empresa con él desde cero, cuando trabajábamos en una oficina húmeda con paredes descascaradas. Ahora que todo brillaba, yo ya no encajaba en la decoración.
-De acuerdo -me levanté ligera, aunque por dentro sentía frío-. ¿Cuándo libero mi mesa?
No era la reacción que esperaba. Quería lágrimas, súplicas, un escándalo. Algo que lo hiciera sentir un generoso vencedor.
-Hoy mismo, si quieres. Recursos humanos prepara los papeles. Tendrás tu indemnización, todo en regla.
Me dirigí a la puerta, y antes de salir le dije:
-Tienes razón, Ramón. La empresa necesita un salto. Y yo voy a dárselo.
No entendió. Solo sonrió con suficiencia.
En la oficina todos evitaban mirarme. Tomé la caja de cartón que ya me habían puesto en la mesa y empecé a guardar mis cosas: la taza favorita, las fotos de mis hijos, los informes. En el fondo coloqué un ramillete de margaritas que mi hijo universitario me había regalado el día anterior.
Y entonces saqué lo que había preparado con antelación: doce rosas rojas -una para cada compañero de años de trabajo- y una carpeta negra con lazos.
Recorrí la oficina entregando flores y agradeciendo en voz baja. Hubo abrazos, lágrimas. Fue como despedirse de una familia.
La carpeta era para él. Entré en su despacho sin llamar y la dejé sobre sus documentos.
-¿Qué es esto? -preguntó.
-Mi regalo de despedida. Ahí tienes todos tus “saltos” de los últimos dos años. Con cifras, facturas y fechas. Te resultará… interesante.
Salí sin mirar atrás.
Aquella noche, a las once, sonó mi teléfono. Era él. La voz, descompuesta:
-María… He visto la carpeta… ¿tú entiendes lo que significa?
-Perfectamente. No son sospechas: son pruebas. Con firmas, transferencias y contratos.
-Si esto sale a la luz, la empresa se hundirá…
-¿La empresa? ¿O tú?
Ofreció devolverme el puesto, incluso ascenderme. Yo solo sonreí:
-No, Ramón. No hay vuelta atrás.
Colgué.
Al día siguiente empezó el verdadero temblor. Me llamó Álvaro, el chico de informática.
-María, él entró en los servidores anoche para borrar pruebas. Pero hice copias espejo. Tenemos todo. Incluso correos con sobornos y transferencias a paraísos fiscales.
Me llevé la mano a la frente. Era el golpe final.
Y entonces ocurrió lo inesperado: Lucía, la “nueva energía”, vino a mi casa con una de las rosas ya marchita. Lloraba:
-Perdóneme, María. No sabía nada… Hoy me quiso obligar a firmar un informe falso para los inversores. Yo… yo no puedo. Ayúdeme.
La abracé y entendí: incluso dentro de su “nuevo comienzo” había grietas.
Dos días después, don Ramón presentó su dimisión “por motivos personales”. Los inversores no se dejaron engañar. Una semana más tarde me ofrecieron a mí la dirección.
Entré en la oficina. En todas las mesas todavía estaban mis rosas, ya marchitas. Los compañeros aplaudieron. Yo levanté la mano:
-Basta. Tenemos trabajo. El verdadero futuro empieza ahora.
Y comprendí algo: me despidieron por tener 55 años. Pero precisamente esos 55 años me habían dado la fuerza, la paciencia y la experiencia para resistir, luchar y ganar.
La juventud ahora trabajaba a mi lado. Y aprendía de mí cómo convertir una derrota en victoria.