“¡Lárgate de mi casa, viejo. Hueles a tierra y a fracaso!”
Capítulo I: El Fracaso en el Umbral
“¡Lárgate de mi casa, viejo. Hueles a tierra y a fracaso!”
Esa fue la última frase que me lanzó Sofía, mi hija, la abogada. No la doctora, esa fue la de Javier. Y tampoco el ingeniero, ese fue Mateo. A los tres les di la vida, y para darles un futuro, les entregué la mía. Ahora, parado frente a la puerta de caoba que costaba más que toda mi cosecha de un año, sus palabras me reventaron el alma como un rayo parte un árbol viejo. El eco de la puerta cerrándose en mi cara fue el sonido de mi corazón terminando de romperse.
Todo comenzó hace treinta años, en mi parcela de San Jacinto. Yo era Arturo, un hombre cuyo único capital eran sus manos callosas y un terreno fértil que mi padre me heredó con una advertencia: “La tierra nunca traiciona, mijo. La gente, sí”. Qué sabio era mi viejo. Mi esposa, Elena, murió trayendo al mundo a Mateo, el más pequeño, dejándome con tres bocas que alimentar y tres futuros que forjar. Y me lo juré ante su tumba: mis hijos no iban a tener las manos rotas como yo. No iban a conocer el sol que quema la piel y la helada que se mete en los huesos.
Así que trabajé. De sol a sol. Vendí la mitad de la parcela para pagarle la universidad de medicina a Javier, el mayor. Lloré en silencio cuando se fue, pero me llenaba de orgullo decirle a la gente del pueblo: “Mi hijo va a ser doctor”. Cuando Sofía quiso ser abogada, vendí el ganado, mis vacas premiadas que eran mi orgullo, para pagarle la escuela de leyes en la capital. “Mi niña va a defender a los justos”, presumía yo, ingenuo. Y para Mateo, el ingeniero, hipotequé la casa y el último pedazo de tierra que me quedaba. Se fueron los tres, uno tras otro, con promesas de volver, con besos que se enfriaron con la distancia.
Al principio llamaban. Cada domingo. Luego, cada mes. Después, solo en mi cumpleaños o en Navidad, con una voz apurada, llena de excusas. “Papá, estoy muy ocupado”. “Pá, te mando algo de dinero la otra semana”. El dinero rara vez llegaba. Y cuando lo hacía, se sentía como una limosna que me daban para acallar su conciencia. Yo nunca les pedí nada. Sobrevivía con mi pequeña hortaliza y la ayuda de los vecinos, que me miraban con una mezcla de lástima y respeto. “Don Arturo, sus hijos son gente importante”, me decían. Yo sonreía, pero por dentro un frío me recorría el cuerpo. Un frío llamado soledad.
Hace seis meses, el doctor del pueblo me lo dijo sin rodeos. El cansancio que sentía no era por la edad. Era un mal en la sangre, uno que avanzaba rápido y no perdonaba. Me quedaban, con suerte, unos meses. No le tuve miedo a la muerte. Le tuve miedo a morir solo. Pero había algo más. Un último deber de padre.
Unos empresarios habían llegado a San Jacinto. Un nuevo corredor industrial iba a pasar justo por aquí. Y el pedazo de tierra que hipotequé, el último, el que estaba a nombre de mis tres hijos, valía ahora una fortuna. Millones. El papel de la hipoteca estaba casi liquidado, solo faltaba un último pago fuerte que yo no podía hacer. Pero con ese papel en mano, mis hijos serían ricos. Podrían asegurar su futuro para siempre.
Así que junté mis pocos ahorros, me puse mi mejor camisa, la planchada con el calor de una olla, y tomé un camión a la capital. Fueron ocho horas de viaje, con el cuerpo adolorido y el corazón lleno de una ilusión estúpida. Imaginé sus abrazos, quizás una lágrima de sorpresa. Imaginé sentarme en su mesa y contarles de la tierra, de sus raíces.
Llegué al edificio de Javier. Un monstruo de cristal y acero. El portero me miró de arriba abajo, con asco. “Vengo a ver a mi hijo, el doctor Javier Rojas”. Su risa fue mi primera bofetada. Tras una llamada, me dejó pasar, no sin antes advertirme que usara el elevador de servicio. En el penthouse, Javier me abrió. Llevaba una bata de seda. Detrás de él, aparecieron Sofía y Mateo. Estaban celebrando algo. Se quedaron helados al verme. Sus sonrisas se borraron, reemplazadas por una máscara de horror.
“Papá, ¿qué haces aquí? ¿Cómo te atreves a venir sin avisar?”, siseó Javier.
“Mírate nomás cómo vienes”, dijo Sofía, tapándose la nariz. “Hueles a pueblo, a tierra mojada”.
Yo solo atiné a extender una mano temblorosa, con el sobre amarillento donde guardaba los papeles de la hipoteca. “Hijos, les traigo una noticia… es sobre la tierra”.
“No nos interesa tu tierra, papá”, cortó Mateo, el más cobarde, sin poder mirarme a los ojos. “Estamos en una reunión importante. Nos estás haciendo pasar una vergüenza”.
Fue entonces que Sofía se acercó, con los ojos llenos de una frialdad que jamás le había visto. Me arrebató el sobre, lo abrió, y al ver los papeles de la hipoteca, soltó una carcajada seca, cruel. “¿Vienes a pedirnos dinero para esto? ¿Para salvar tu mugre pedazo de lodo? Entiende, papá. Nosotros ya no pertenecemos a ese mundo. Somos otra cosa”.
Capítulo II: La Ofrenda Ignorada
El viaje de regreso fue una niebla de dolor. El camión se sacudía, y con cada bache, sentía que un pedazo de mi vida se desprendía. No lloré. Las lágrimas se habían secado hace mucho tiempo en las cuencas de mis ojos, reemplazadas por una amarga arena. Miré por la ventana el paisaje que me era tan familiar y que ellos habían olvidado. El verde de los campos de agave, las montañas cubiertas de niebla, los viejos letreros de madera. Todo me hablaba de un mundo de trabajo y sacrificio que mis hijos consideraban una vergüenza. El olor a pueblo, a tierra mojada, a vida honesta, era para ellos un hedor.
Llegué a San Jacinto entrada la noche. El aire fresco, cargado del aroma a pinos y a tierra recién regada, me llenó los pulmones. Me sentía en casa. O más bien, en mi parcela vacía. La luna iluminaba mi pequeña hortaliza, donde las calabazas crecían sin prisa. Mi hogar. Un hogar que había sido una cuna de sueños, ahora convertido en un silencioso mausoleo.
Me senté en mi catre, la espalda y el corazón adoloridos. El silencio de la casa era pesado, asfixiante. Me pregunté qué habría sido de mí si hubiera escuchado a mi padre, si hubiera conservado toda la tierra. Quizás habría sido un hombre rico. Quizás habría tenido nietos que me visitaran y me quisieran. Pero la palabra “quizás” era un fantasma que no podía abrazar.
Abrí el sobre que Sofía me había tirado al pecho antes de cerrar la puerta. Saqué los papeles de la hipoteca y, debajo de ellos, el papel que no llegaron a ver: la oferta de compra de los empresarios. Una cifra con tantos ceros que me mareó. Millones. La cantidad de dinero que habría cambiado sus vidas para siempre, y que ellos habían despreciado. Era la ironía más cruel de todas. La tierra que ellos despreciaban, su “mugre pedazo de lodo”, era la llave a su fortuna.
Un pensamiento amargo se apoderó de mí. Podría haber ido al notario al día siguiente, pagar lo que faltaba, y dejar que ellos se enteraran después de mi muerte. Se pelearían por el dinero, se acusarían de haber sido los más crueles conmigo, pero al final, serían ricos. Esa era la única “justicia” que este mundo les ofrecería. Un castigo inútil y una recompensa inmerecida. Pero no. La venganza no me llenaba. Era una emoción que me resultaba ajena, un veneno para el alma. Ya no tenía fuerzas para eso. Solo me quedaba un último acto de amor, o quizás, el acto final de mi propia estupidez.
Capítulo III: El Testamento de la Ceniza
A la mañana siguiente, me levanté antes de que saliera el sol. El aire estaba fresco y el cielo, un lienzo de tonalidades rosadas y anaranjadas. Me lavé la cara con agua fría del pozo, me puse mi mejor camisa y tomé el camino hacia el pueblo. Fui al notario, Don Fernando, un viejo amigo de mi padre. Su oficina era pequeña y olía a papel viejo y tinta. Don Fernando me recibió con una sonrisa cálida.
—Arturo, viejo amigo. ¿Qué te trae por aquí tan temprano? —dijo, ofreciéndome una taza de café recién hecho.
—Vengo a liquidar la hipoteca y a vender mi tierra, Fernando —dije, mi voz ronca. Le di los papeles.
La sonrisa de Don Fernando se borró. Leyó la oferta, y sus ojos se abrieron de par en par. Conocía la historia de mi parcela, de mis hijos, de mi esposa. Sabía que esa tierra era la última cosa que me quedaba.
—¿Estás seguro, Arturo? Esta es una fortuna. Tus hijos… —dudó.
—No son mis hijos —lo interrumpí—. Son extraños que llevan mi sangre. No saben nada de esta tierra. No la merecen.
Firmé la venta. Con el dinero en el banco, hice mi testamento. Dejé una pequeña parte para mis vecinos, los que me dieron un plato de frijoles cuando mis hijos me daban la espalda. El resto, los millones, los doné para construir una escuela y un hospital en San Jacinto. La única condición fue que llevaran el nombre de mi esposa, Elena. El nombre de la madre que nunca los hubiera abandonado. El nombre de la mujer que les había dado la vida.
Don Fernando me miró, con lágrimas en los ojos. No había lástima en su mirada, sino un profundo respeto. Se levantó y me dio un abrazo.
—Arturo… tu padre tenía razón. La gente traiciona, pero la tierra, la tierra es la madre que nunca olvida. Has hecho de esta tierra un legado.
Salí de la notaría, sentí que la carga que había llevado por más de treinta años se había desvanecido. No era el dinero, no era la tierra. Era la realización de que mi amor no había sido en vano. No para mis hijos, sino para mí. Yo había cumplido mi juramento. Les había dado un futuro. El problema era que el futuro que yo les había comprado, no era el futuro que ellos querían. Y la riqueza que habían encontrado, era una riqueza que no tenía nada que ver con la de un corazón lleno de gratitud.
Capítulo IV: La Llama Apagada
Mi cuerpo se marchitó con la misma rapidez que la lluvia de verano se evapora bajo el sol. El doctor del pueblo me visitaba cada semana, pero sabía que no había nada que pudiera hacer. Mis vecinos venían con caldo de pollo, con flores del jardín, con historias del pueblo. Me miraban con una mezcla de respeto y tristeza. Sabían que mi tiempo se acababa.
Mis hijos no sabían nada. Mi partida de la capital, mi enfermedad, mi último acto de amor. No sabían que la tierra que despreciaron, la tierra que los esperaba en el pueblo, ahora estaba en manos de otros.
Una tarde de otoño, mientras el sol se ponía, me senté en el porche de mi casa. La tierra olía a humedad, a hojas secas. La misma tierra que me había visto nacer, crecer, amar y trabajar, ahora me observaba con una paciente calma. Pensé en Elena, en su sonrisa, en la promesa que le había hecho sobre su tumba. La había cumplido. A su nombre, la tierra iba a darles un futuro a los hijos de otros, a los hijos de San Jacinto.
Y con esa idea en la mente, con el corazón en paz, cerré mis ojos. La última cosa que vi fue el sol poniéndose detrás de las montañas, el mismo sol que me había acompañado por toda mi vida, el sol que había iluminado mi trabajo y mis sueños. El sol que mis hijos habían olvidado.
Capítulo V: El Regreso del Desprecio
La noticia de mi muerte llegó a la capital por un telegrama enviado por Don Fernando. Era un mensaje corto y conciso. La respuesta de mis hijos fue una mezcla de sorpresa, molestia y una prisa por llegar al pueblo. No para honrar mi memoria, sino para reclamar lo que creían que era suyo: la tierra.
Llegaron en un coche de lujo, Sofía con su traje de diseñadora, Javier con su costosa ropa de médico y Mateo con su aire de superioridad. El pueblo los miró. Eran extraños. Vestidos de negro, sí, pero no con la tristeza del luto, sino con la frialdad de quienes solo cumplen un deber.
El funeral fue pequeño, pero la iglesia estaba llena. Los vecinos, la gente del campo que yo conocía, los viejos que mi padre me presentó, todos estaban allí. Lloraban. Sus lágrimas eran sinceras. Mis hijos, en cambio, se mantuvieron a la distancia, con una expresión de desprecio en sus rostros. No entendían la conexión que yo tenía con la gente del pueblo.
Después del funeral, Javier se acercó a Don Fernando. “¿Y los papeles del terreno? ¿Y el testamento?”, preguntó, su voz apurada. “Estamos apurados”.
Don Fernando asintió. “Vengan a mi oficina mañana a las nueve. Aún hay algunos trámites que hacer”.
Capítulo VI: La Revelación Final
A la mañana siguiente, los tres hermanos llegaron a la notaría. La misma oficina que yo había visitado por última vez hace unos meses, olía a papel viejo y a café. Sofía, con el aire de una abogada, se sentó en el asiento frente a Don Fernando. Javier se puso de pie, con los brazos cruzados, y Mateo se sentó en un rincón, jugando con su teléfono.
Don Fernando, con la voz tranquila y seria, comenzó a leer mi testamento. Los hijos escucharon con impaciencia.
“…y a mis hijos, Javier, Sofía y Mateo, les dejo mis más grandes bendiciones…”
Sofía se rio. “¿Y eso es todo? ¿Bendiciones? ¿Dónde están los papeles del terreno?”.
“Un momento, por favor”, dijo Don Fernando. “La tierra, la última parcela que quedó a nombre de su padre, fue vendida por él. El dinero de esa venta, una cantidad considerable que asciende a varios millones de pesos, fue depositado en el banco y… donado”.
El silencio que siguió a esas palabras fue el más pesado que jamás había escuchado. Los tres hermanos se miraron, sin poder creer lo que habían oído.
“¿Donado?”, siseó Sofía, su voz llena de furia. “¿A quién? ¿A una iglesia? ¿A una caridad?”.
“A una caridad, sí”, dijo Don Fernando, su voz tranquila. “A la construcción de una escuela y un hospital en San Jacinto”.
La furia de Sofía explotó. “¡Nos ha robado! ¡Esa era nuestra herencia! ¿Cómo pudo hacernos esto? ¡Es un viejo egoísta! ¡Un fracaso!”.
Don Fernando la miró con calma.
“No, señorita. Su padre no era un fracaso. Él les dio un futuro a ustedes. Y en sus últimos días, les dio un futuro a los niños de este pueblo. El dinero está en el banco. La única condición de la donación es que la escuela y el hospital lleven el nombre de su madre: Elena. Y el testamento también dice que recibirán esta noticia en persona. Y su padre escribió una carta para ustedes”.
Don Fernando sacó tres sobres y se los entregó.
Javier lo abrió primero. La carta de mi padre solo decía una cosa: “Un corazón sin gratitud es el más pobre de todos. Espero que algún día lo entiendan. Los amo.”
Capítulo VII: La Cosecha del Desengaño
Los hermanos se marcharon de San Jacinto en silencio. No se quedaron para la inauguración de la escuela y el hospital. No se atrevieron a caminar por las calles de su pueblo natal, por las mismas calles que sus vecinos, los amigos de su padre, miraban con una mezcla de tristeza y lástima.
Un año después, el Hospital Elena y la Escuela Elena se inauguraron. Los niños de San Jacinto, por primera vez, tenían un lugar para aprender y los enfermos, un lugar para curarse. La gente del pueblo estaba agradecida. La vida de Arturo, el hombre que les había dado tanto, se convirtió en una leyenda.
En la capital, la vida de los hermanos no cambió. Eran exitosos, respetados en sus campos, pero un vacío se había apoderado de sus vidas. El dinero, las casas, los coches de lujo no podían llenar ese vacío. La culpa era una sombra que los seguía a todas partes, un recordatorio constante de las palabras que le dijeron a su padre.
Años después, Javier, el doctor, se enfermó. Pasó por el Hospital Elena y se detuvo. Vio la placa con el nombre de su madre y sintió un nudo en la garganta. Entró al hospital, y vio a los niños jugar en el jardín. Se miró en el espejo, y vio los ojos de su padre en los suyos. Eran los mismos ojos cansados que una vez le habían mirado con amor. Y, por primera vez, entendió el significado de las palabras de su padre.
La peor pobreza no era la del bolsillo, sino la de un corazón donde ya no cabía la gratitud. Y los hermanos, que lo tenían todo, se dieron cuenta de que lo habían perdido todo en ese momento en el que cerraron la puerta a su padre. La tierra nunca traicionó, como dijo el viejo. Les dio a sus hijos un futuro, y ellos lo despreciaron. Y al final, la tierra les dio una lección que nunca olvidarían.