La historia de una discusión sin sentido y la dolorosa separación de mis padres me persigue desde hace más de 20 años…
La historia de una discusión sin sentido y la dolorosa separación de mis padres me persigue desde hace más de 20 años…
¿Alguna vez han pensado que un simple juego infantil puede convertirse en una señal para toda la vida?
Mi madre y mi padre vivían en patios vecinos. Se conocieron de una forma muy sencilla: jugando al “tesoro”. Los niños cavaban pequeños agujeros en la tierra y escondían allí sus “riquezas”:
envoltorios de caramelos, canicas de vidrio o pequeños objetos que para ellos eran importantes. Luego los tapaban y marcaban el lugar, para al día siguiente volver a desenterrarlos y alegrarse con el hallazgo.

Un día mi madre, que entonces tenía solo nueve años, escondió no un simple papel, sino un broche: una bisutería de la abuela que tomó en secreto de casa.
Lo enterró en el patio, pero poco después comenzó a llover y la lluvia borró todas las huellas. El broche nunca volvió a aparecer. En casa la regañaron y durante un tiempo no le permitieron salir a jugar.
Mi padre ya entonces estaba enamorado de ella. Pasaba horas sentado en un banco junto al portal, esperando a que la dejaran salir. Pero sus caminos se separaron: a mamá la mandaron al campo durante el verano, y papá se mudó con sus padres a otro barrio.
Pasaron diez años. Volvieron a encontrarse cuando tenían dieciocho. Ese reencuentro se convirtió en un primer amor verdadero. Después del servicio militar, mi padre regresó, se casaron, y poco después nací yo. Parecía que aquel cuento de la infancia se había transformado en una auténtica felicidad familiar.
Pero una noche ocurrió algo que lo destruyó todo. Estaban en la fiesta de cumpleaños de unos amigos. Había mucho alcohol.
Una amiga de mi madre, que desde hacía años le guardaba rencor, aprovechó la embriaguez de mi padre y comenzó a acariciarlo. Justo en ese momento mi madre entró en la habitación. Lo que vio le destrozó la confianza.
Mi padre, ya más sobrio, intentó explicarle que todo había sido un malentendido, que él no había hecho nada malo. Pero aquella mujer, con malicia, dijo:
—Me vengué por haberme quitado a mi novio en la escuela.
A mi madre la invadieron la furia y el dolor. Ni las lágrimas de mi padre ni sus explicaciones sirvieron de nada. Ella pidió el divorcio.
Mi padre no lo soportó. No quiso seguir viviendo a su lado como un extraño. Hizo una maleta y se marchó a otra ciudad a trabajar, lejos, sin regreso.
Al principio enviaba cartas, llamaba por teléfono, intentaba mantener el contacto. Pero con el tiempo las cartas fueron menos, las llamadas se apagaron… y finalmente desapareció de nuestras vidas.
Un día llegó un paquete. El remitente era él. Dentro había un pequeño envoltorio y una nota breve:
—Lo encontré hace muchos años y lo guardé. Era nuestro. Quiero que sepas que siempre te amé.
Mi madre desató el envoltorio. Dentro estaba el broche. El mismo que de niña había enterrado y nunca había podido recuperar.
Mi padre lo había guardado todos esos años.
El broche era símbolo de su amor y de su recuerdo. Ese fue su último gesto antes de desvanecerse de nuestras vidas para siempre.
Poco después llegó una carta de mi tío, el hermano de mi padre. Decía que él había muerto repentinamente en aquella ciudad lejana. Solo unas líneas frías, pero con un peso insoportable: ya nunca volvería.
Entonces mi madre se encerró en su habitación y lloró durante varios días. Lloró no solo por su muerte, sino también por su propio orgullo, por la terquedad que les había robado una segunda oportunidad.
Después solía repetirme: “El orgullo es la peor manera de proteger el amor.”
Y aquel broche estuvo siempre en su armario, como un recordatorio de un error de juventud, de una oportunidad perdida y de un amor que fue destruido por el orgullo.
