La esposa dio a luz a un hijo moreno, fue abandonada por su esposo… y 20 años después, ocurrió lo impensable…
“El día en que dio a luz, en lugar de una sonrisa de felicidad, su esposo miró al bebé y se dio la vuelta para marcharse. Una frase fría como un cuchillo: ‘Este no es mi hijo’. Veinte años después, él se quedó paralizado en la puerta de la casa… al ver a aquel joven alto, de piel morena, salir y llamarla con una palabra que lo dejó sin aliento…”
María y Javier se casaron después de tres años de noviazgo. Todo el pueblo decía que eran la pareja perfecta: Javier, alto y apuesto; María, dulce y trabajadora. Cuando supo que María estaba embarazada, él parecía vivir en un sueño, cuidaba de su esposa con esmero y contaba los días hasta poder cargar a su hijo.
Pero el día del parto, el hospital resonó con el llanto de un niño… con la piel muy morena. Al principio, María pensó que era por la luz de la sala. Pero cuando la enfermera le entregó al bebé, Javier se quedó helado. La miró a ella, luego al niño, y su rostro pasó de la sorpresa a la furia.
“¡Este… no es mi hijo!” — gritó frente a todos. Aunque el médico explicó que había casos de genes heredados de generaciones anteriores, él no quiso escuchar. Decía que su madre era blanca, su padre también, ¿cómo era posible que su hijo naciera así?
Días después, Javier desapareció de la vida de María. Ni una llamada, ni una disculpa. Solo dejó los papeles de divorcio, fríos e implacables. Su familia también cortó toda relación. La gente del pueblo murmuraba, la señalaba con el dedo, la acusaba de “traicionar a su esposo”.
María abrazó a su hijo con lágrimas que no cesaban. Lo llamó Emiliano, deseando que fuera fuerte como el viento del sur. Desde entonces, fue madre y padre a la vez, trabajando bajo el sol o la lluvia para criarlo.
La vida de María fue una cadena de sacrificios. Vendió verduras en el mercado, lavó platos en fondas, trabajó de ayudante de construcción… Cualquier cosa con tal de comprarle leche y libros a su hijo. Emiliano creció sano, inteligente y bondadoso. Aunque muchas veces sus compañeros lo molestaban por su tono de piel, él sonreía y decía: “Soy igualito al abuelo materno, ¿verdad mamá?”. Y esas palabras llenaban a María de ternura y orgullo.
Emiliano estudiaba con dedicación y ganaba becas. Le apasionaba el baloncesto, y con su altura y físico fuerte destacaba en cada partido. María siempre le repetía: “No tienes que ser el mejor, hijo. Solo tienes que ser una buena persona”. Emiliano obedecía, ayudando a su madre en todo: cargando cajas en el mercado o reparando el techo de la casa cuando llovía.
A los 18 años, Emiliano fue aceptado en una prestigiosa universidad de Ciudad de México. El día que llegó la carta de aceptación, María lloró. No de tristeza, sino de alivio: veinte años de sacrificios habían valido la pena. Pensó que el pasado ya había quedado atrás…
Pero una tarde, mientras recogía su puesto del mercado, un hombre apareció frente a ella. Su cabello tenía canas, su rostro estaba demacrado, pero sus ojos le resultaban familiares. Era Javier. Después de veinte años, había vuelto.
“María… quiero ver a mi hijo”, dijo con voz temblorosa.
María se quedó inmóvil. Javier confesó que había vivido en Estados Unidos todos esos años, cargando con la culpa. Había conseguido en secreto una muestra de cabello de Emiliano a través de un conocido, y el examen de ADN confirmó lo que había negado: Emiliano era su hijo biológico.
Explicó que en aquel entonces, cegado por el orgullo y las críticas de su familia, tomó la peor decisión de su vida. Ahora, con una enfermedad cardíaca avanzada, lo único que deseaba era ver a su hijo antes de morir.
María guardó silencio durante un largo rato, y finalmente llamó a Emiliano. El joven salió, alto, fuerte, con la piel bronceada por el sol.
“Emiliano… este es tu padre”, dijo María, con voz quebrada.
El muchacho lo miró sorprendido, sin palabras. Javier rompió en llanto, cayendo de rodillas:
“Perdóname, hijo…”
Y entonces ocurrió lo inesperado: Emiliano lo levantó, lo abrazó fuerte y susurró:
“No recuerdo el pasado, papá. Solo sé que… te tengo ahora.”
Las lágrimas de los tres se mezclaron. Los vecinos, testigos de la escena, guardaron silencio. Veinte años de dolor, incomprensión y rencor… se disolvieron en ese abrazo que lo cambió todo.