La criada invisible y el hijo que cambió el destino de la familia Oladimeji

Ella sonríe, pero en sus ojos se asoma una sombra de nostalgia. Se acomoda el rebozo y empieza a contar, con voz pausada y profunda, la historia que cambiaría su vida y la de muchos más.

—Yo tenía veintinueve años cuando llegué a la Ciudad de México. Mi esposo murió en el derrumbe de un edificio allá en la Guerrero. Solo me quedaba mi hijo, Ifeanyi. Tenía cuatro años y unos ojos que preguntaban todo.

Recuerda el día en que, sin nada más que una bolsa de tela y el niño de la mano, llegó a la mansión Oladimeji, en Polanco, buscando trabajo y un poco de esperanza.

—Toqué el timbre con miedo. Me temblaban las piernas. Salió la señora Oladimeji, alta, flaca, con el cabello recogido y una mirada que parecía atravesarme. “¿Qué se le ofrece?”, preguntó.

—Por favor, señora, necesito trabajo. Sé limpiar, cocinar, lavar… pero no tengo con quién dejar a mi hijo. Solo le pido que me deje traerlo conmigo.

La señora la miró de arriba abajo, en silencio, y luego respondió con voz cortante:

—Puedes empezar mañana. Pero ningún niño debe andar suelto. Se quedará en las habitaciones de atrás.

—Asentí, ¿qué más podía hacer? —dice Chinyere, con una sonrisa resignada—. Así empezó todo.

Las habitaciones de los empleados eran frías, con un colchón viejo y un techo con goteras. En las noches, Ifeanyi se acurrucaba a su lado, temblando de frío.

—Mamá, cuando sea grande, te voy a construir una casa más bonita que esta —le decía el niño, con voz soñadora.

—No hace falta una casa grande, hijo. Sólo quiero verte feliz —le respondía ella, acariciándole el cabello.

Cada mañana, Chinyere se levantaba antes del amanecer.

—Fregaba el piso de mármol, pulía los baños, lavaba la ropa de los niños de la señora. Ellos nunca me miraban a los ojos. Para ellos, yo era invisible.

Pero Ifeanyi no era como los hijos de la señora. Observaba, aprendía, preguntaba.

—Mamá, ¿por qué los hijos de la señora tienen tantos juguetes y yo no? —preguntaba él, con la inocencia de un niño.

—Porque la vida es así, hijo. Pero tú tienes algo que nadie puede quitarte: tu inteligencia y tu corazón.

Chinyere le enseñaba números con tiza y baldosas rotas, y leía con él los periódicos viejos que encontraba en la basura.

—Mamá, ¿qué significa “ingeniero”? —preguntaba Ifeanyi una noche.

—Es alguien que construye cosas, hijo.

—¿Y yo puedo ser ingeniero?

—Claro que sí, mi amor. Puedes ser lo que quieras.

Cuando cumplió siete años, Chinyere decidió pedir lo imposible.

—Le rogué a la señora Oladimeji: “Por favor, señora, déjeme inscribir a mi hijo en la misma escuela que los suyos. Yo trabajaré horas extras, le pagaré con mi sueldo”.

La señora soltó una carcajada.

—¿Mis hijos en la misma escuela que el hijo de una criada? ¡Por favor!

Chinyere bajó la cabeza, pero no se rindió.

—Lo inscribí en una primaria pública. Caminaba dos horas todos los días. A veces, sin zapatos. Pero nunca se quejaba.

—Mamá, hoy aprendí a multiplicar —le decía Ifeanyi, emocionado.

—¿Y cómo le hiciste, hijo?

—Con los frijoles que me diste para el almuerzo. Los conté y los volví a contar.

A los catorce años, Ifeanyi ya ganaba concursos estatales de matemáticas y ciencias.

Un día, tras una olimpiada, una jueza inglesa se le acercó.

—Señora, su hijo tiene un talento increíble. Si tuviera la oportunidad, podría llegar muy lejos.

—¿De verdad cree que es posible? —preguntó Chinyere, con lágrimas en los ojos.

—Sí. Yo le ayudaré a solicitar becas internacionales.

Y así, después de meses de trámites, llegó la carta.

—Mamá, ¡me aceptaron en Canadá! —gritó Ifeanyi, abrazándola.

Cuando Chinyere le contó la noticia a la señora Oladimeji, la mujer se quedó boquiabierta.

—¿Ese muchacho… es tu hijo? ¿El que vino contigo?

—Sí, señora. El mismo que creció mientras yo limpiaba sus baños.

Ifeanyi se fue a Canadá. Chinyere se quedó. Seguía limpiando, seguía invisible.

—¿No extrañas a tu hijo? —le preguntó un día la cocinera.

—Claro que sí. Pero sé que está donde debe estar.

Los años pasaron. La vida en la mansión siguió igual, hasta que todo cambió de golpe.

El señor Oladimeji sufrió un infarto. La hija mayor enfermó de los riñones. Los negocios se fueron a pique.

—¿Qué vamos a hacer? —lloraba la señora Oladimeji.

Los médicos dijeron: “Necesitan un especialista internacional. Pero nadie quiere venir”.

Hasta que un día, llegó una carta con membrete de Canadá.

—¿Quién es este doctor Udeze? —preguntó la señora, desconcertada.

—Dice que puede ayudarnos —respondió el hijo menor.

—¿Por qué querría ayudarnos alguien así?

Al poco tiempo, llegó un equipo médico privado. Al frente, un hombre alto, elegante, seguro de sí mismo.

—Buenas tardes. Soy el doctor Ifeanyi Udeze. Vengo a ayudar a la familia Oladimeji.

La señora lo miró fijamente. De pronto, su rostro palideció.

—No puede ser… ¿Tú eres…?

—Sí, señora. Soy el mismo niño que creció aquí, mientras mi madre limpiaba sus baños —respondió Ifeanyi con voz tranquila.

La señora cayó de rodillas.

—Perdóname. No sabía quién eras.

—La perdono, señora. Porque mi madre me enseñó compasión, incluso cuando usted no la tuvo conmigo.

La operación fue un éxito. La hija mayor se recuperó. Ifeanyi no cobró ni un solo peso.

Antes de irse, dejó una nota escrita a mano:

“Esta casa una vez me vio como una sombra. Pero ahora, camino con la cabeza alta, no por orgullo, sino por cada madre que limpia baños para que su hijo pueda crecer.”

Después, fue a buscar a su madre.

—Mamá, ya no tienes que limpiar más baños. Ven conmigo.

Chinyere lloró de felicidad.

—¿A dónde vamos, hijo?

—A donde siempre soñaste, mamá. Te voy a construir la casa que te prometí.

Y así fue. Ifeanyi le construyó una casa hermosa, con jardín y vista al campo. La llevó a ver el mar.

—Mamá, ¿te gusta?

—Es más de lo que imaginé, hijo.

Hoy, Chinyere se sienta en su porche, viendo pasar a los niños uniformados.

—Mamá, ¿quieres ir a París? —le pregunta Ifeanyi por teléfono.

—No, hijo. Aquí estoy feliz. Ya viajé mucho en mi corazón.

A veces, la señora Oladimeji la llama.

—Chinyere, ¿puedes venir a la casa? Te extraño.

Ella acepta, pero ahora como invitada.

—¿Cómo está tu hijo, el doctor? —le pregunta la señora, con humildad.

—Bien, señora. Salvando vidas.

Los vecinos la saludan con respeto.

—Buenos días, doña Chiny. ¿Cómo está el doctor?

Ella sonríe, orgullosa.

—Bien, gracias a Dios.

Y cada vez que escucha en la radio o ve en la televisión: “¡El doctor Ifeanyi Udeze, el mexicano que salva vidas en el extranjero!”, sonríe.

—Antes, solo era la criada. Pero ahora, soy la madre del hombre sin el cual no pueden vivir.

Chinyere mira el horizonte, el sol poniéndose sobre la ciudad, y piensa en todas las madres que aún luchan en silencio.

—No dejes de soñar, hija —dice, mirando a la periodista—. No importa si limpias baños o lavas ropa ajena. Hazlo con dignidad. Porque nunca sabes lo que el futuro le tiene preparado a tu hijo.