Estaba orgullosa de mi nuera. Pero un día entré en su habitación… y lo que vi me rompió el corazón.
Estaba orgullosa de mi nuera. Pero un día entré en su habitación… y lo que vi me rompió el corazón.
Mi hijo Alejandro se había casado con Clara apenas hacía una semana. La boda fue sencilla, sin lujos, pero tan llena de emoción: lágrimas de alegría, promesas sinceras, risas y abrazos. Todo lo que hace de ese día uno de los más hermosos de una vida. Yo los miraba y pensaba: “Qué suerte tenemos. Dios ha sido generoso con nosotros.”
Clara me había parecido desde el principio una nuera ejemplar: dulce, atenta, respetuosa. Hasta los vecinos y los primos lo comentaban: “Qué maravilla de chica, qué fortuna para tu hijo.” Y yo, con el corazón lleno de orgullo, siempre respondía: “Sí, hemos tenido un regalo del cielo.”
Pero pocos días después de la boda, algo me empezó a inquietar. Cada mañana, muy temprano, antes incluso de que yo me levantara, Clara cambiaba las sábanas. No una vez a la semana, no de vez en cuando… cada día.
Al principio sonreí, pensando que era simplemente su afán de limpieza, una costumbre heredada de su casa. Pero poco a poco, esa rutina me empezó a dejar una espina clavada en el corazón. ¿Por qué tanta prisa por lavar el lecho todos los días? Alejandro y ella eran jóvenes, cuidadosos, no había necesidad. Y sin embargo, Clara insistía, con una dedicación silenciosa que me inquietaba cada vez más.
Además, la veía agotada. Sus ojos tenían ojeras profundas, su rostro perdía color, su cuerpo se movía con la pesadez de alguien que carga con un peso demasiado grande.
Una noche, incapaz de contener la duda, decidí abrir la puerta de su habitación. No llamé. Y lo que vi me dejó helada.
La cama estaba empapada, las sábanas completamente húmedas, las almohadas y hasta el colchón marcados por manchas oscuras de sudor. El aire era denso, cargado con el olor áspero de medicamentos, hospital, enfermedad.
— Dios mío… —murmuré, llevándome la mano a la boca.
Clara, con las sábanas en brazos, se giró lentamente. En sus ojos se mezclaban el miedo y el cansancio. Su voz era apenas un susurro:
— Mamá… perdón. No quería que lo supiera. Alejandro no me deja hablar de esto. Después de la quimio siempre pasa lo mismo: fiebre, escalofríos, el cuerpo empapado… Yo solo intento que él conserve un poco de dignidad. No quería que lo viera así.
Entonces levanté la mirada hacia mi hijo. Estaba sentado al borde de la cama, tan delgado que parecía romperse, con la piel pálida y los ojos hundidos en un dolor silencioso. Y en ese instante, todo dentro de mí se derrumbó. Las lágrimas me cayeron sin que pudiera detenerlas.
Comprendí la verdad: Clara era una mujer de una fuerza inmensa. Cada día escondía esa lucha de mis ojos, borraba las huellas de la enfermedad con sus manos cansadas, protegía a Alejandro con su silencio. Llevaba sola un peso que ninguna recién casada debería cargar, y aun así lo hacía con amor, sin quejarse, sin rendirse.
Me acerqué, abracé a los dos y susurré con la voz rota:
— Hijo mío… no tienes que fingir fortaleza para mí. Estoy aquí, contigo, siempre. Y tú, Clara… tú ya no eres mi nuera. Eres mi hija.
Aquella noche entendí lo que de verdad significa el amor. No son solo flores, promesas y fiestas. El amor también es lavar cada día las sábanas manchadas por la enfermedad. Es callar para no herir. Es tener paciencia infinita. Es sostenerse de la mano hasta el final, aunque el final esté demasiado cerca.