En sus últimos momentos, mi esposa me confesó que tenía 5 mil millones de pesos. Lleno de alegría, corrí a casa a buscar la libreta de ahorros, pero para mi sorpresa…

Mi esposa estaba gravemente enferma, postrada en cama durante meses. Cuando ya estaba cerca de la muerte, con la respiración débil, me tomó la mano con fuerza y susurró:

—Amor… no te pongas triste… en el ropero… hay cinco millones de pesos… los guardé para ti y para nuestro hijo…

Al escucharla, sentí una alegría inmensa. Toda la vida juntos, ahorrando peso por peso, y yo nunca imaginé que ella hubiera sido tan hábil para reunir una suma tan grande. Apenas cerró los ojos para siempre, las lágrimas me corrían por el rostro, pero dentro de mí encendí una pequeña esperanza: al menos tendríamos ese dinero para asegurar el futuro de nuestro hijo.

Esa misma noche, sin poder contenerme, corrí a casa con el corazón golpeando en el pecho. Abrí el viejo armario de madera y, con las manos temblorosas, revolví cada compartimento. Finalmente, en la esquina más baja, encontré una caja metálica cerrada con candado.

Estaba a punto de abrirla cuando, de repente —¡bam!— la puerta del ropero se movió bruscamente y algo negro, pestilente y con olor a podrido cayó sobre mí. Me eché hacia atrás, horrorizado, mientras el hedor me golpeaba directo a la nariz. A la tenue luz del foco, quedé paralizado al darme cuenta de que no eran documentos ni dinero… sino restos humanos en descomposición, envueltos en una tela mortuoria vieja y desgarrada.

Temblaba de pies a cabeza. Aún no me recuperaba del impacto cuando, desde el fondo de la caja, un pequeño cuaderno húmedo y mohoso se deslizó hacia afuera. En la primera página, reconocí claramente la letra de mi esposa:

“Amor, si estás leyendo esto, significa que ya me he ido. Esos cinco millones… son el precio de un secreto que he tenido que guardar durante diez años. No investigues más, porque si escarbas, no habrá salida para nuestra familia…”

Me quedé helado, empapado en sudor. La última confesión de mi esposa no era un consuelo, sino la puerta a un infierno.

Me dejé caer al suelo, con el cuaderno en las manos temblorosas. El olor a humedad y podredumbre se mezclaba con un miedo que me oprimía el pecho.

Dentro había anotaciones desordenadas, algunas hechas con prisa y otras con extraña prolijidad. Todas narraban un periodo que yo desconocía: diez años atrás, cuando mi esposa se vio envuelta en un negocio turbio de un grupo poderoso en nuestra ciudad.

Contaba sobre una noche de lluvia, cuando un hombre encapuchado irrumpió en la casa, le entregó un pesado bulto envuelto en tela y le dijo:

“Guárdalo, en lugar de la deuda de tu marido. Pero recuerda… este secreto te acompaña a la tumba.”

Cuando lo abrió, casi se desmaya: adentro había parte de un cuerpo humano y un sobre repleto de dinero.

El monto inicial eran unos cientos de miles, pero con el tiempo, esa gente seguía enviando más, como una forma de comprar su silencio. Ella no se atrevía a gastarlo, lo guardaba todo junto con aquella “prueba” maldita. Cada vez que lo veía, temblaba… pero no podía deshacerse de ello por miedo a que nos “desaparecieran” si salía a la luz.

La última página decía:

“Perdóname. Iba a llevarme este secreto conmigo, pero temo que algún día ellos vuelvan. Si eso pasa… llévate a nuestro hijo muy lejos. No regresen.”

Cerré el cuaderno, con el corazón desbocado. Recordé rostros y situaciones que antes no me parecían extrañas, pero que ahora cobraban un sentido siniestro.

Afuera, el perro del vecino ladraba furioso… y de pronto, se hizo un silencio absoluto.

Volteé hacia la puerta principal, que vibraba suavemente como si alguien acabara de tocarla. Un escalofrío me recorrió la espalda. Miré hacia la habitación donde dormía mi hijo, luego a la caja aún entreabierta.

Sin pensarlo, guardé el cuaderno dentro de mi chaqueta, cerré la caja y la empujé al fondo del armario. Entendí que todas mis preguntas tendrían que esperar… si es que llegaba a tener la oportunidad.

Unos golpes sonaron en la puerta: lentos, pesados. Respiré hondo, caminé hacia ella y la abrí. La luz del pasillo iluminó la silueta de una persona que permanecía inmóvil, con el rostro oculto en las sombras.

Con voz grave y áspera, dijo solo tres palabras:
—Es hora ya.

En ese instante supe que, desde ese momento, la vida de mi hijo y la mía jamás volvería a ser la misma.