El padre viudo que vendió todo para educar a sus hijas gemelas. Seis años después, ellas regresaron para llevarlo a un lugar que nunca soñó posible.
En un pequeño distrito rural del sur de la India, donde la familia sobrevivía con apenas unas pocas parcelas de tierra y un agotador trabajo de construcción, vivía el Sr. Ramesh, un padre viudo con un corazón lleno de sueños para sus hijos. A pesar de haber aprendido a leer solo con unas pocas clases de alfabetización en su juventud, Ramesh tenía una esperanza: que sus hijas gemelas, Asha y Diya, tuvieran una vida mejor mediante la educación.
Cuando las niñas cumplieron 10 años, Ramesh tomó una decisión que les cambió la vida. Vendió todo lo que tenían: su choza con techo de paja, la pequeña parcela de cultivo e incluso su vieja bicicleta, la única herramienta que tenía para ganarse la vida transportando mercancías. Con la modesta suma, se llevó a Asha y Diya a Bombay, decidido a darles la oportunidad de una verdadera educación.
Ramesh los siguió hasta la ciudad y aceptó cualquier trabajo que pudo encontrar: transportando ladrillos en obras, descargando mercancías en mercados, recogiendo residuos reciclables, trabajando día y noche para pagar la matrícula escolar y los gastos de manutención de sus hijas. Se mantuvo cerca, aunque a distancia, asegurándose siempre de que tuvieran suficiente para comer y nunca perdió la motivación.
“Aunque sufra”, se susurraba a sí mismo, “debo darles un futuro”.
Pero la vida en la ciudad era brutal. Al principio, Ramesh dormía bajo los puentes, usando una lona rota como manta. Había noches en que se saltaba comidas para que sus hijas pudieran disfrutar de un tazón de arroz con sal y verduras hervidas. Aprendió a remendarles la ropa y a lavar sus uniformes; sus manos ásperas sangraban por el detergente y el agua fría en las noches de invierno.
Había tardes en las que las niñas lloraban por su madre fallecida, y lo único que Ramesh podía hacer era abrazarlas, mientras las lágrimas caían en silencio mientras susurraba:
Años de trabajo agotador le pasaron factura. Una vez, se desplomó en una obra, pero pensar en la mirada esperanzada de Asha y Diya lo hizo levantarse, apretando los dientes a pesar del dolor. Nunca dejó que sus hijos vieran su agotamiento, siempre guardando sus sonrisas para ellos. Por la noche, se sentaba junto a una linterna tenue, intentando leer sus libros de texto, aprendiendo cada letra con la esperanza de ayudarles con las tareas.
Cada vez que estaban enfermos, corría por los callejones buscando médicos asequibles, gastando hasta la última rupia en medicinas, incluso pidiendo dinero prestado si era necesario, solo para asegurarse de que no sufrieran.
El amor que les dio a sus hijas se convirtió en la llama que calentó su humilde hogar a través de cada dificultad.
Asha y Diya eran estudiantes brillantes, siempre entre las mejores de la clase. Por muy malas que fueran, Ramesh nunca dejaba de recordarles:
Estudien mucho, niños. Su futuro es mi único sueño.
Pasaron veinticinco años. Ramesh, ya anciano y frágil, con el cabello blanco como la nieve y las manos temblorosas, nunca dejó de creer en sus hijas.
Entonces, un día, mientras él descansaba en un pequeño catre en su estrecha habitación alquilada, Asha y Diya regresaron: mujeres adultas, radiantes y fuertes, vestidas con impecables uniformes de piloto.
“Papá”, dijeron agarrándole las manos con fuerza, “queremos llevarte a algún lugar”.
Desconcertado, Ramesh los siguió mientras lo guiaban hacia un auto… luego al aeropuerto, el mismo lugar que una vez había señalado desde detrás de una cerca de alambre, diciéndoles:
“Si algún día os convertís en pilotos, será mi mayor alegría”.
Y ahora, allí estaba él, frente a un enorme avión, flanqueado por sus hijas, ahora estimadas pilotos de la aerolínea nacional de la India.
Las lágrimas corrieron por sus curtidas mejillas mientras lo abrazaban.
«Papá», susurraron, «gracias. Gracias a tus sacrificios, lo logramos».
Los espectadores en el aeropuerto quedaron profundamente conmovidos por la emotiva escena: un anciano con sandalias desgastadas, guiado con orgullo por sus dos hijas por la pista. Asha y Diya revelaron más tarde que habían comprado una hermosa casa nueva para su padre. También crearon un fondo de becas en su nombre, dedicado a apoyar a niños desfavorecidos con grandes sueños, como ellos.
Aunque sus ojos se habían apagado con la edad, la sonrisa de Ramesh era radiante. Se erguía orgulloso, mirando a sus hijas con sus relucientes uniformes.
Su historia se convirtió en un faro de inspiración para miles. De un obrero pobre que una vez remendaba uniformes rotos a la luz de una linterna, crio a hijas que se elevaron entre las nubes, y al final, su amor las llevó al mismo cielo con el que él solo había soñado.