El padre dejó una deuda de 900 millones a sus tres hijos, pidiéndoles ayuda para pagarla, pero todos se negaron… salvo el menor.
El día que mi padre volvió del hospital, dejó en silencio sobre la mesa un papel: una deuda de 900 millones de dongs, a su propio nombre. Los tres hermanos nos miramos en silencio, cada uno buscando una excusa para no hacerse cargo.
El mayor decía que tenía que pagar la universidad de sus hijos.
El segundo acababa de abrir una tienda y aún no tenía suficiente capital.
Y yo, el menor, recién casado, aún estaba pagando la hipoteca de nuestra casa.
Pero al ver el cabello completamente blanco de mi padre, su espalda encorvada por los años… no pude.
Tomé el papel de la deuda, firmé como responsable del pago y organicé todo para que viniera a vivir conmigo. Así podría cuidarlo mejor.
Pasó un año. La vida no fue fácil.
Trabajaba día y noche para pagar la deuda; muchas veces, lo único que había en la mesa era un plato de espinacas hervidas.
Mi esposa renunció a sus compras, incluso vendimos su nueva moto.
A cambio, vi en el rostro de mi padre una sonrisa que hacía tiempo no mostraba: la alegría de estar rodeado de sus hijos y nietos.
Exactamente un año después del día que firmé aquel papel, mi padre me llamó a su habitación y me pidió que me sentara.
Sacó del cajón una hoja de papel A4 doblada, la colocó cuidadosamente frente a mí.
— Léela —dijo.
La abrí… y me quedé paralizado.
No era un papel de deuda.
Tampoco una nota de agradecimiento.
Era su testamento.
En él, dejaba claro que toda su casa de tres pisos en el centro, junto con un terreno de más de 300 m², me los dejaba a mí.
Levanté la vista, aún sin palabras, y mi padre me sonrió:
— Toda mi vida solo quise saber… quién estaría a mi lado en los momentos más difíciles.
En ese momento, una mezcla de emoción y lágrimas llenaron mis ojos.
Y justo entonces, oí pasos fuera de la puerta.
Eran mis dos hermanos mayores.
Sus ojos fijos en el testamento que tenía en las manos… sus rostros se tornaron pálidos.
Años más tarde, el hijo menor prosperó en los negocios. Su familia vivía en armonía y felicidad.
Cada año, en el aniversario de la muerte de su padre, regresaba para encender un incienso y quedarse un momento frente a su retrato, con el corazón lleno de recuerdos.
Sus hermanos, al enterarse de que su padre le había dejado una herencia, sintieron cierta amargura.
Pero ninguno se atrevió a reprocharle nada.
Sabían que cuando su padre aún estaba con vida, cada uno de ellos andaba tan ocupado con sus propios asuntos que rara vez se acordaban de él o lo visitaban.
A veces los hijos olvidan que los padres, en su vejez, no solo necesitan comida o dinero.
Lo que más necesitan… es la presencia y el cariño de sus hijos.
Toda una vida se la pasaron criando, cuidando, sacrificando… sin pedir nada a cambio.
Solo deseaban que, al final del camino, sus hijos no los dejaran solos.
Aquella herencia que el padre dejó no fue solo una muestra de favoritismo.
Fue una recompensa.
Un reconocimiento al hijo que estuvo a su lado en el momento más duro de su vida.
Porque hay regalos que no se miden en dinero.
Son el resumen de toda una vida de amor, cuidadosamente envueltos en las manos callosas de un padre.
Y quizás, en esta vida, aquel que está dispuesto a sacrificarse por sus padres, a cuidar de ellos sin quejarse…
ese es el verdadero afortunado.
Porque el que honra a sus padres, nunca se queda sin su parte.