El hijo que avergonzaba a su madre humilde contrató a alguien para reemplazarla en su boda… sin saber que ella misma aparecería.
Doña Carmen ya tenía más de sesenta años y vivía en un pequeño pueblo humilde. Toda su vida la había dedicado a vender verduras en el mercado para criar sola a su único hijo, Andrés, después de quedar viuda muy joven. Nunca se compró ropa nueva, cosía y remendaba su ropa desgastada, todo con tal de ahorrar cada centavo para pagarle los estudios, el alquiler y los libros a su hijo.
Andrés era muy buen estudiante. Con el tiempo, se mudó a la ciudad, consiguió un buen trabajo y fue ganando prestigio. Se casó con Lucía, hija de un empresario exitoso. La familia de Lucía era adinerada y acostumbrada a una vida elegante y refinada.
Unos días antes de la boda, Lucía le confesó su preocupación a Andrés:
— Amor… no quiero que lo tomes a mal, pero deseo que el día de nuestra boda todo salga perfecto. Los invitados serán en su mayoría conocidos de mis padres, y son muy observadores… ¿Podrías hablar con tu mamá para que se vista un poco más… adecuada?
Andrés guardó silencio por unos segundos y luego asintió. Al día siguiente, viajó a su pueblo y, con un sobre de dinero en la mano, habló con su madre:
— Mamá… sé que quieres venir a mi boda, y sé que me quieres mucho. Pero va a haber mucha gente que no conoces, el viaje es largo y cansado. Mejor quédate aquí y descansa. Ya vendremos a visitarte después.
Doña Carmen lo miró, sorprendida:
— ¿Por qué no puedo ir? Solo quiero verte una vez con tu traje de novio…
Andrés evitó mirarla a los ojos:
— Es que… en la ciudad la gente es muy crítica. No quiero que sufras ni que digan cosas malas…
Dejó el sobre y se marchó rápidamente. Doña Carmen lo observó alejarse en silencio, con las manos temblorosas apretando el sobre. Una lágrima resbaló por su mejilla arrugada. Pero entonces, se dijo a sí misma:
“Si mi hijo no quiere que lo incomode, no lo haré… Mientras él sea feliz, yo puedo soportar cualquier dolor.”
El día de la boda, el salón brillaba con luces y decoraciones. Todos los invitados eran empresarios, funcionarios, personas importantes. Andrés, impecable en su traje, entró tomado de la mano de Lucía, bajo una lluvia de aplausos y luces.
De pronto, se abrieron las puertas del salón. Una mujer entró con un elegante traje tradicional amarillo pálido, el cabello recogido con gracia, un collar de perlas al cuello, y un porte digno. Todos se giraron curiosos. Andrés se quedó helado. La mujer caminó hacia el escenario con una sonrisa serena:
— Hijo mío… te deseo toda la felicidad del mundo.
Andrés quedó paralizado. ¡Era doña Carmen! Pero… ¿cómo podía lucir tan distinta?
Lucía, confundida, susurró:
— ¿Ella es tu madre?
Andrés apenas pudo balbucear. Doña Carmen sonrió y habló despacio:
— No pensaba entrar. Solo quería verte de lejos y regresar. Pero tuve la suerte de encontrarme con los señores del antiguo alojamiento donde vivías. Aún me recordaban, me preguntaron por ti, y al saber que hoy era tu boda… me ayudaron. Cuando no podías pagar el alquiler, ellos te dejaban quedarte. Incluso me prestaron dinero para comprar arroz. Hoy, al verme sola, me llevaron a peinarme, me compraron este vestido y me trajeron hasta aquí.
Luego, miró a los invitados y dijo, con voz temblorosa pero firme:
— Solo soy una madre del campo. Vendo verduras en el mercado. No tengo nada más que amor por mi hijo. Hoy no vengo a pedir nada, solo a ver con mis propios ojos que mi hijo es feliz.
La sala quedó en silencio. Algunos invitados no pudieron evitar llorar.
En ese momento, el antiguo dueño del alojamiento subió al escenario, puso una mano sobre el hombro de Andrés y dijo:
— Tu madre es una mujer admirable. Una madre así no se esconde… se honra.
Andrés rompió en llanto. Cayó de rodillas y abrazó las piernas de su madre:
— Mamá… lo siento. Me equivoqué. Me dio miedo quedar mal… y no pensé en tu dolor.
Doña Carmen le acarició el hombro con ternura:
— Con que lo entiendas, ya soy feliz. No te guardo rencor. Solo quiero que seas una buena persona, que nunca olvides quién eres ni de dónde vienes.
Lucía, conmovida, también se acercó y le tomó la mano a su suegra:
— Mamá… perdónanos. Éramos inmaduros. Me encantaría poder ir a visitarla pronto al pueblo.
Ese día, las lágrimas no fueron por el amor de los novios, sino por el corazón de una madre humilde.
Una madre sencilla… pero más noble que nadie.
Y Andrés, por el resto de su vida, jamás olvidó ese instante que le enseñó:
“No importa cuán lejos llegues… nunca olvides a quien lo dio todo para que tú pudieras ser alguien.”