El estómago me gruñía como un perro callejero, y las manos se me estaban congelando. Caminaba por la banqueta mirando las vitrinas iluminadas de los restaurantes, con ese olor a comida recién hecha que dolía más que el frío. No traía ni una sola moneda.
La ciudad estaba helada. Esa clase de frío que no se te quita con una bufanda ni con las manos metidas en los bolsillos. Era…