¡Ella pensaba que él solo era un pobre mendigo lisiado! Lo alimentaba todos los días con lo poco que tenía… ¡Pero una mañana, todo cambió!

Esta es la historia de una joven pobre llamada Esther y un mendigo lisiado del que todos se burlaban. Esther era una mujer joven, de apenas 24 años. Vendía comida en un pequeño puesto de madera al borde de una carretera en Lagos. Su puesto estaba hecho de tablones viejos y láminas de hierro. Estaba bajo un gran árbol, donde mucha gente pasaba a comer.

¡Ella pensaba que él solo era un pobre mendigo lisiado! Lo alimentaba cada día con lo poco que tenía… ¡Pero una mañana, todo cambió!

Esther no tenía mucho. Sus sandalias estaban gastadas, y su vestido lleno de remiendos. Pero siempre sonreía. Incluso cuando estaba cansada, saludaba a todos con amabilidad. “Buenas tardes, señor. Bienvenido”, decía a cada cliente.

Se despertaba muy temprano cada mañana para cocinar arroz, frijoles y guiso de ñame. Sus manos se movían rápido, pero su corazón estaba lento por la tristeza. Esther no tenía familia.

Sus padres habían muerto cuando ella era niña. Vivía sola en una habitación pequeña, no muy lejos de su puesto. Sin luz, sin agua potable.

Solo ella y sus sueños. Una tarde, mientras Esther limpiaba su banco, su amiga Mamá Titi pasó por allí. “Esther”, dijo Mamá Titi, “¿por qué siempre sonríes si estás luchando igual que todas nosotras?” Esther sonrió de nuevo y respondió: “Porque llorar no pondrá comida en mi olla”.

Mamá Titi se rió y siguió caminando, pero esas palabras quedaron grabadas en el corazón de Esther. Era cierto. No tenía nada.

Pero aun así les daba de comer a los demás, incluso cuando no podían pagarle. No sabía que su vida estaba a punto de cambiar.

Cada tarde, algo extraño ocurría en el puesto de Esther.

Un mendigo lisiado aparecía desde la esquina de la carretera. Siempre venía despacio, empujando su vieja silla de ruedas con las manos. Las ruedas hacían un sonido áspero contra las piedras.

¡Cric, cric, cric! Los que pasaban por allí se reían o se tapaban la nariz. “Mira otra vez a ese hombre sucio”, dijo un niño.

Las piernas del hombre estaban envueltas en vendas. Su pantalón estaba roto por las rodillas. Su cara oscura por el polvo.

Sus ojos estaban cansados. Algunos decían que olía mal. Otros decían que estaba loco.

Pero Esther nunca apartaba la mirada. Lo llamaba Papá J. Aquella tarde, mientras el sol ardía en lo alto, Papá J empujó su silla y se detuvo junto a su puesto. Esther lo miró y le dijo suavemente:

—Has vuelto, Papá J. Ayer no comiste.

Papá J bajó la mirada. Su voz era débil.

—Estaba demasiado débil para venir —dijo—. No he comido en dos días.

Esther miró su mesa. Solo quedaba un plato de frijoles con ñame.

Ese era el plato que ella pensaba comer.

Pausó un momento. Luego, sin decir nada, tomó el plato y lo puso frente a él.

—Toma, come —le dijo.

Papá J miró la comida, luego a ella.

—¿Me vas a dar tu último plato otra vez?

Esther asintió.

—Puedo cocinar más cuando llegue a casa.

Sus manos temblaban al tomar la cuchara. Sus ojos brillaban de humedad.

Pero no lloró. Solo inclinó la cabeza y empezó a comer despacio.

Los transeúntes los miraban con asombro.

—Esther, ¿por qué siempre alimentas a ese mendigo? —le preguntó una mujer.

Esther sonrió y respondió:

—Si yo fuera la que estuviera sentada allí en una silla de ruedas, ¿no desearía también que alguien me ayudara?

Papá J venía todos los días, pero nunca pedía con la boca.