Pedí un préstamo de ₱800,000 para construir una casa en el terreno de la familia de mi esposo… Ahora mi suegra me está echando. Sonreí y acepté en silencio… pero luego le mostré algo que la hizo temblar.
Esa casa había sido su sueño de toda la vida—construida con sudor, lágrimas y noches de insomnio, todo por el bien de su familia y su seguridad.
En aquel entonces, su esposo Ronel no tenía ahorros. Fue Maricel quien se atrevió a dar el paso: pidió prestado ₱800,000 a su familia en Batangas y hasta hipotecó el terreno de sus padres solo para poder construir una casa en el terreno que pertenecía a la familia de Ronel.
—“Este terreno lo heredó mi abuelo,” le dijo Ronel. “Construyamos aquí para no seguir mudándonos.”
Maricel no lo pensó dos veces. Mientras tuvieran un techo, un lugar para honrar a sus ancestros, y un espacio seguro para su hijo, eso era suficiente para ella.
Pero nunca imaginó que esa misma casa, construida con tanto amor, se convertiría en su peor pesadilla.
Durante los últimos meses, Ronel se había vuelto esclavo del alcohol. Su salario se le iba en borracheras, y cada noche volvía a casa gritando, molesto, insultándola a ella y asustando a su hijo.
Su suegra, Doña Norma—quien nunca la había querido—ahora era más cruel que nunca.
Esa mañana, después del desayuno, Doña Norma arrojó unos papeles de anulación sobre la mesa frente a Maricel.
—“Eres una esposa inútil. ¿Un solo hijo en todos estos años? ¡Solo piensas en trabajar! Lárgate de mi casa. Este terreno es mío. No tienes ningún derecho a quedarte aquí.”
Maricel no dijo nada. Miró a Ronel, esperando que la defendiera… pero él solo se quedó viendo al vacío, en silencio. No dijo una palabra. No movió un dedo.
Ella se levantó, dobló cuidadosamente los papeles y los metió en su bolso.
—“Está bien. Me voy.”
Doña Norma se sorprendió por lo rápido que aceptó.
—“¡Y ni se te ocurra llevarte nada! ¡Esta casa es mía! ¡Este terreno es mío! ¡Ni una cuchara te puedes llevar!”
Maricel la miró fijamente, con una calma que dolía.
—“No me llevaré nada, mamá. Pero antes de irme, necesito que firme este documento.”
Sacó de su bolso una carpeta gruesa con papeles legales y la puso sobre la mesa.
Doña Norma dudó, tomó la carpeta… y al leer la primera página, sus manos comenzaron a temblar.
Eran contratos de préstamo, registros bancarios, documentos notariados de su familia en Batangas. Todo demostraba que Maricel había pedido ₱800,000 prestados—todo a su nombre—para construir la casa. ¿El aval? El terreno de sus propios padres.
—“Mamá,” comenzó Maricel con voz tranquila, “yo pedí ese dinero para construir esta casa. Usé el terreno de mis padres como garantía porque confiaba en esta familia. Pero si me echan así, tendré que vender la casa para pagar la deuda. Si ustedes quieren quedarse con ella, tendrán que pagar el préstamo completo. Y yo firmo la anulación sin problema.”
No gritó. No lloró. Hablaba como si discutiera la lista del mercado. Pero cada palabra golpeó a Ronel y a Doña Norma como un rayo.
—“¿Qué… qué quieres decir con que hipotecaste el terreno de tu familia para construir esta casa en mi propiedad!?” gritó Norma, completamente en shock.
Maricel sonrió, con los ojos rojos pero firmes.
—“Lo hice porque confiaba en Ronel. Porque pensé que éramos una familia. Pero si me voy sin nada, mis padres perderán todo. Y eso no lo voy a permitir.”
Ronel bajó la cabeza, lleno de vergüenza. Recordó las noches en que Maricel se quedaba despierta calculando gastos, cada centavo que ahorraba, cada súplica que hizo a su familia.
Doña Norma se dejó caer en una silla, sin palabras. Sí, el terreno era suyo. Pero la casa… fue construida completamente con el dinero de Maricel. Si la vendía, seguiría teniendo el terreno, pero ya no habría casa. Y mucho menos dinero para construir otra.
Sus manos temblaban mientras sujetaba la carpeta. Maricel ya no lloraba. Ya no tenía miedo.
—“Tiene tres días, mamá. Si no pagan, vendo la casa para pagar la deuda. No dejaré que mis padres terminen en la calle por mi culpa.”
Se dio la vuelta y entró al cuarto a empacar sus cosas.
Detrás de ella, Norma se desplomó al suelo, murmurando:
—“¿Qué hemos hecho…?”
Tres días después, Maricel salió por la puerta con su maleta. No miró atrás.
Al otro lado de la calle, sus padres la esperaban. Se veían más viejos—envejecidos por la preocupación y el dolor.
Ronel la miraba desde el porche. Por primera vez, entendió lo que había perdido.
Maricel subió al coche, cerró los ojos.
Pagaría la deuda—hasta el último peso.
Pero desde ese día, juró—nunca más confiaría en las manos equivocadas.