Le di ropa a una niña de tres años que no conocía y a cambio recibí una caja sorpresa.

Yo regalaba ropa para una niña de dos o tres años. Un día me escribió una mujer: decía que estaba en una situación muy difícil, que su hija no tenía qué ponerse, y me preguntó si podía enviarle la ropa por correo. Al principio quise contestar con frialdad —pensé: “que se las arregle sola, yo también tengo mis problemas”. Pero luego me vino a la cabeza una duda: ¿y si realmente la situación es tan dura como cuenta? Al final empaqué la ropa y la envié por mi cuenta.
Pasó un año. Una tarde recibí un paquete.
Me quedé un rato mirándolo sobre la mesa de la cocina, con las tijeras en la mano. Era una caja marrón, envuelta en cinta adhesiva. El remitente me resultaba vagamente familiar. Y de pronto recordé: sí, era la misma mujer a la que había mandado la ropa infantil.
La caja era ligera, pero algo sonaba en su interior. Corté la cinta con cuidado, abrí la tapa… y me quedé sin aliento.
Dentro no había ropa ni juguetes. Había un montón de dibujos infantiles perfectamente ordenados, unas flores silvestres secas y, encima de todo, una carta junto con varios tarros de mermelada de frambuesa y grosella negra.
Me senté en la silla y desplegué la hoja escrita con una caligrafía irregular:
«Hola. No sé si se acuerda de mí. Hace un año usted me mandó ropa para mi hija. Fue la primera ayuda que recibí de una persona totalmente desconocida. En aquel entonces vivíamos en una casa fría, sin dinero ni para lo básico, y mi niña iba siempre con ropa vieja y gastada. Cuando llegó su paquete, saltaba de alegría, y yo también, no lo voy a negar. Se probaba los vestidos delante del espejo y reía a carcajadas.
Ahora las cosas están un poco mejor. Encontré trabajo, mi marido volvió de un viaje y la vida empieza a estabilizarse. Mi hija ya ha crecido. Quiero devolverle al menos una parte del cariño que nos dio. En la caja encontrará sus dibujos; ella misma dijo: “Mamá, esto es para la señora que me regaló vestidos”. Las flores las recogimos juntas, para que las guarde de recuerdo. Y de mi parte, unos tarros de mermelada casera de las moras y frambuesas de nuestro jardín. Espero que en algún día lluvioso de otoño tome un té y nos recuerde».
Leí la carta varias veces. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Sentía una mezcla extraña de gratitud, pudor y alegría tranquila.
Recordé aquel día, un año atrás. Yo también estaba cansada y agobiada. Mi marido viajaba mucho por trabajo, yo me quedaba sola con el niño, agotada y de mal humor. En casa se acumulaban bolsas de ropa, cajas en el trastero. Publiqué un anuncio en un grupo de Facebook: “Lo regalo”. Me llegaron decenas de mensajes: unos sin ni siquiera un saludo, otros exigentes, otros intentando negociar, aunque todo era gratis.
Y de pronto apareció aquel mensaje: «Por favor, estoy en apuros, ¿podría enviarlo por correo?».
Mi primera reacción fue de irritación. ¡Por correo! Eso significaba ir a la oficina de correos, esperar cola, pagar de mi bolsillo. ¿Por qué tenía que hacerlo yo?
Pero entonces recordé cómo, estando embarazada, también pedí ropa prestada porque no llegábamos a fin de mes. Recordé las veces que mi marido tardaba en cobrar y nos las veíamos negras. Y pensé: ¿y si de verdad lo necesita?
Reuní un paquete: chaquetas, vestidos, medias, un abrigo. Pagué cinco euros por el envío. No era mucho, pero en ese momento lo sentí. Y luego me olvidé del asunto.
Hasta ese día, un año después.
Tomé en mis manos los dibujos. En uno aparecía una casita torcida, con un sol enorme arriba y una niña con vestido verde junto a sus padres. En otro, un árbol lleno de manzanas dibujadas con tanta fuerza que el lápiz se había roto. En el tercero, un cielo azul pintado hasta romper el papel.
Me quedé mirando. Eso era memoria, parte de una vida confiada a mí.
Entonces sentí la necesidad de contestar.
En la carta había dirección, correo y teléfono. Dudé un poco, pero al final envié un mensaje corto:
«He recibido su paquete. Muchísimas gracias. Ha sido una sorpresa muy emocionante».
La respuesta no tardó:
«¡Qué alegría! Tenía miedo de que se perdiera. Le dije a mi hija y saltaba de felicidad: “¡La señora lo recibió!”».
Así empezó nuestra correspondencia.
Ella se llamaba María. Vivía en Gijón, trabajaba en una farmacia. Su marido era camionero. La niña se llamaba Lucía y acababa de empezar en la guardería. María escribía de forma sencilla, sin quejas, pero entre líneas se adivinaba el cansancio. A veces me decía: «Mi marido se retrasa, estoy sola con la niña, cuesta». O: «Han cerrado la guardería por cuarentena y tengo que ir a trabajar».
Y poco a poco entre nosotras se tendió un hilo invisible. Una desconocida que de repente se volvió cercana. Nunca nos habíamos visto, pero compartíamos cosas que a veces ni a las amigas se cuentan.
Pasaron seis meses. En primavera decidí viajar con mi hijo al norte, de vacaciones junto al mar. Y me di cuenta de que no estaba tan lejos de Gijón.
Le escribí: «Voy a estar cerca de tu ciudad, ¿te apetece que nos veamos?».
Tardó en responder, y al final dijo: «No sé… me da un poco de vergüenza».
La animé: «Solo un café, no soy una extraña».
Y aceptó.
Quedamos en una cafetería pequeña del centro. Yo estaba nerviosa, como en una cita. Me senté junto a la ventana. El corazón me latía fuerte.
Se abrió la puerta y allí estaba ella: bajita, delgada, con el pelo recogido en una coleta. Llevaba una bolsa de la que sobresalía un peluche. De la mano traía a una niña de cuatro años con un vestido rosa y unos ojos enormes.
—¿Eres tú? —preguntó María sonriendo.
—Sí, —respondí yo.
Y nos abrazamos como viejas amigas.
Lucía me tendió el peluche:
—Es para ti.
—Gracias, cielo, —le dije emocionada.
Nos sentamos, tomamos té y hablamos. Al principio con timidez, luego con naturalidad. María me contó de su trabajo, yo del mío. Las niñas enseguida se pusieron a jugar alrededor de las mesas.
En un momento me di cuenta: esto era un milagro. Un año atrás había mandado un paquete casi al azar. Y ahora estaba allí, con una persona que se había vuelto importante para mí.
Desde aquel encuentro seguimos en contacto. A veces nos mandamos pequeños regalos: yo le envío libros para Lucía, ella me manda tarros de mermelada casera.
Y lo más sorprendente es que mi vida cambió. Tengo menos cansancio, menos irritación. Aprendí a disfrutar de los pequeños detalles.
Todo porque un día decidí no ignorar aquel mensaje.
Hoy, dos años después de la primera caja, todavía guardo los dibujos y las flores secas. A veces los saco y los miro. Y siempre pienso: hay tanta indiferencia en el mundo… pero basta tender una mano una vez, y ese gesto regresa multiplicado.
Estamos unidos por hilos invisibles. Y un pequeño acto puede cambiar la vida de alguien. A veces, incluso la tuya propia. ❤️