Una niña de 6 años conoció en la escuela a otra idéntica a ella… y la madre se quedó pálida al ver el resultado de la prueba de ADN
Aquella mañana, Lucía llevó de la mano a su hija Sofía, de apenas seis años, a la primaria como siempre. Sofía era vivaz, encantadora y muy despierta, por lo que todos sus compañeros la querían. Pero ese día, apenas cruzaron el portón de la escuela, Lucía sintió algo… extraño.
En medio del patio, otra niña caminaba de la mano de su madre, charlando alegremente. Lo que dejó helada a Lucía fue que esa niña era idéntica a Sofía: el mismo cabello hasta los hombros, los mismos ojos grandes y redondos, hasta el mismo hoyuelo en la comisura de la boca. Desde lejos parecía como mirarse en un espejo.
Sofía también abrió los ojos sorprendida, soltó la mano de su madre y corrió hacia adelante:
—“¡Mami, mira! ¿Por qué hay otra yo aquí?”
Las dos niñas se quedaron mirando, asombradas, y luego estallaron en carcajadas. Como si se conocieran de toda la vida, enseguida se tomaron de la mano, riendo y haciéndose preguntas sin parar. Lucía y la otra mujer, Carolina, se quedaron frente a frente, con miradas llenas de desconcierto.
El maestro de grupo no pudo contener la risa:
—“Si me dicen que son gemelas, lo creo sin dudar.”
El patio se llenó de risas infantiles, pero en el corazón de Lucía se instalaba una inquietud que no la abandonó en todo el día. Esa noche, durante la cena, Sofía le contó emocionada cómo había conocido a “otra igualita a mí”. Lucía sonrió débilmente, pero la escena de la mañana la perseguía sin descanso.
Un pensamiento atrevido le cruzó la mente: ¿y si había habido alguna confusión en el pasado?
Días después, Lucía y Carolina coincidieron de nuevo a la salida de la escuela. La conversación fue avanzando poco a poco, hasta que, sin poder contenerse, Lucía preguntó:
—“¿Ha pensado en hacer una prueba de ADN a las niñas?”
Carolina se quedó sorprendida, pero en su mirada también apareció la duda. Finalmente, las dos aceptaron llevar a las pequeñas a un laboratorio, “solo para estar tranquilas”.
Pero cuando recibieron los resultados… ambas se quedaron sin aliento.
El informe decía: “Sofía y Ana tienen el mismo perfil genético – coincidencia del 99,9%.”
Eso no significaba solo que eran parecidas: eran hermanas gemelas.
Carolina se estremeció, preguntando con voz temblorosa:
—“¡No puede ser! Yo solo tuve una niña, el doctor me la entregó en brazos…”
Lucía también estaba en shock. Seis años atrás, había tenido una cesárea complicada en un hospital de Guadalajara. Apenas alcanzó a ver a su bebé antes de perder el conocimiento. Cuando despertó, una enfermera ya le había llevado a Sofía. ¿Cómo podía haber otra niña?
Las noches siguientes, Lucía no pudo dormir. Buscó su expediente médico, llamó al antiguo doctor, contactó a enfermeras conocidas. Poco a poco salió a la luz la verdad: ese día hubo varios partos al mismo tiempo; la sala de maternidad estaba saturada y caótica. ¿Era posible que los recién nacidos se hubieran mezclado?
Mientras tanto, Sofía y Ana se volvían inseparables. Compartían salón, iban y venían juntas, parecían unidas por la sangre. Los maestros comentaban:
—“Piensan igual, hacen la tarea igual, hasta juegan como si fueran una sola.”
Un día, Carolina suspiró al recoger a su hija:
—“Si de verdad el hospital se equivocó… ¿qué vamos a hacer? ¿Quién es la madre biológica de quién?”
La pregunta dejó a Lucía sin aliento. ¿Y si la niña que había criado con tanto amor seis años no era su hija biológica? Pero al mirar los ojos de Sofía, se dijo: “Sea lo que sea, siempre será mi hija.”
Lucía y Carolina decidieron regresar al hospital donde habían dado a luz. Tras insistir, les entregaron los archivos originales. Allí estaba la clave: ese mismo día había habido un parto gemelar. La madre estuvo grave y uno de los bebés fue llevado de urgencia a incubadora. Los registros eran confusos, incompletos.
Una enfermera jubilada, al revisar los documentos, se llevó la mano a la boca y confesó:
—“Ese día hubo una confusión… uno de los bebés fue entregado a la madre equivocada.”
Las dos mujeres se quedaron paralizadas. Por fin la verdad: Sofía y Ana eran gemelas separadas por error desde el nacimiento.
La noticia las llenó de dolor, pero también de alivio: al fin entendían por qué las niñas eran idénticas. El destino había sido cruel, pero ahora tenían la oportunidad de enmendarlo.
Lucía volvió a casa y, mirando a su hija dormir, sintió miedo de perderla. Pero al día siguiente, al ver a Sofía y Ana reír juntas, comprendió algo: el amor no se divide, se comparte.
Después de hablarlo, las dos familias decidieron criarlas juntas, como verdaderas hermanas. No habría “mi hija” o “tu hija”: solo “nuestras hijas”.
Desde entonces, los fines de semana Sofía dormía en casa de Ana, y Ana en casa de Sofía. Las familias se unieron, como si fueran una sola. Las heridas poco a poco cicatrizaron, reemplazadas por la alegría de ver a las niñas crecer en un ambiente lleno de cariño.
Años más tarde, cuando las gemelas comprendieron la historia, abrazaron a ambas madres y les susurraron:
—“Somos afortunadas… porque tenemos dos mamás que nos quieren.”
Lucía no pudo contener las lágrimas. La vida a veces es cruel, pero el amor siempre encuentra la manera de sanar. Y para ella, bastaba con ver sonreír a su hija –o hijas– para saber que todo valía la pena.