Me mudé a la casa de mi hija porque mi hijo mayor tuvo que venderlo todo por deudas. Mi yerno fue amable durante tres días, pero cada noche a las 10… mostró su verdadera cara. Al principio me sentí muy incómoda, pero después de un mes, no pude contenerme al ver lo que realmente hacía…

El día que mi hijo mayor anunció que estaba en bancarrota, sentí que el mundo se me venía abajo. Toda una vida ahorrando para construir nuestra casa, y al final tuve que venderla con el corazón en la mano para ayudarlo. Sin un lugar donde vivir, empaqué unas pocas mudas de ropa y me fui a vivir con mi hija menor.

Al principio, mi yerno fue todo sonrisas. Compraba buena comida, me ofrecía asiento con cortesía y decía:
– Mamá, esta es su casa, siéntase como en la suya.
Me sentí conmovida. Pensé que aún tenía suerte en la vida.

Creía que viviendo con mi hija al menos tendría un poco de paz, sin preocupaciones ni deudas. Durante los tres primeros días, mi yerno fue ejemplar: atento, servicial, siempre con una sonrisa. Incluso me decía:
– Quédese con nosotros, mamá. Esta es su casa.

Yo pensaba: “Qué buena suerte tuvo mi hija al casarse con un hombre así”.

Pero a partir del cuarto día, todo empezó a tornarse extraño. Cada noche, justo a las 10, cuando toda la casa ya estaba a oscuras y dormida, mi yerno se acercaba a mi puerta, tocaba suavemente y decía con una sonrisa forzada:
– ¿Mamá, ya está dormida? Quería pedirle un favor…

Al principio me negué, porque todo sonaba muy fuera de lugar. Pero él insistía con frases ambiguas como “solo una vez, nadie se va a enterar”. Yo trataba de evitarlo, pero cada noche insistía, como si tuviera toda la paciencia del mundo. Empecé a sentirme profundamente incómoda y vulnerable.

Después de un mes, ya exhausta y en alerta constante, decidí fingir que dormía pero dejar los ojos entreabiertos para vigilar. Justo a las 10 en punto, escuché cómo se abría lentamente la puerta. Esta vez, sin embargo, no se acercó a mí. Lo vi arrodillarse junto al armario y sacar una pequeña caja de madera que yo nunca había visto.

La tenue luz del celular iluminó su rostro, y sentí un escalofrío: dentro de la caja había un fajo grueso de billetes, varias escrituras de propiedad… y una foto de boda. Pero no era la de mi hija.

Antes de que pudiera reaccionar, escuché pasos apresurados en el pasillo. La puerta se abrió bruscamente. Era mi hija. Se quedó paralizada, pálida, con la voz temblorosa:
– ¿Qué… qué hace eso aquí?

Mi yerno se giró, los ojos inyectados de sangre, y con una sonrisa torcida dijo:
– ¿De verdad pensabas que me casé contigo por amor?

Fue en ese momento que todo me quedó claro. Durante ese mes, él no me estaba acosando como yo temía. Estaba usando mi habitación como escondite para bienes y dinero de su familia anterior, intentando que nadie sospechara. Pero lo que no sabía era que yo, desde el momento en que abrió la puerta, ya había empezado a grabar todo con mi celular.

Supe entonces que la verdadera batalla en esta casa… apenas comenzaba.