Recuerdo claramente ese día trágico, cuando la lluvia torrencial azotaba Saigón como una condena en mi ventana, y llegó la noticia devastadora: mi hijo único, An, había fallecido en un terrible accidente de tráfico. Todo mi mundo se desplomó. An era mi orgullo, mi sostén en la vejez. Y ahora yacía frío, dejándome a mí y a mi nuera, Mai, solas en medio del caos. Mai siempre fue dulce, respetuosa, más una hija que una nuera para mí. El día que An murió, la vi disminuirse ante mis ojos, abrazando su foto, deshecha en llanto. Yo también sufría, pero tuve que sostenerla. Nos aferramos la una a la otra, compartiendo noches de lágrimas y silencio, repetíamos: “An siempre estará con nosotras”. Pasaron los días, uno tras otro: un mes, dos… seis meses ya desde su partida. Mai seguía con su vida sencilla: a trabajar y regresar a casa, sin palabras, con el rostro apagado. Mi corazón dolía por ella; era tan joven para estar sola. Y entonces noté algo diferente: empezó a arreglarse. Cambió su ropa habitual por vestidos más alegres, se maquillaba levemente. Pensé que tal vez comenzaba a sanar. Pero también regresaba más tarde: primero a las siete, luego a las ocho, hasta casi las nueve. Yo esperaba ansiosa su llegada, preocupada. Una noche me desperté por una voz masculina en la habitación de Mai. Mi corazón latía desbocado. ¿Ella lo había encontrado ya? ¿Lo había olvidado tan pronto? Esa voz extraña retumbó en mi mente toda la noche. A la mañana siguiente la miré con otros ojos. Intenté seguir con normalidad, pero todo parecía lejano, extraño. Su actitud me llenó de dudas. Y al caer la noche, escuché de nuevo esa voz masculina. Esta vez no pude aguantar más: fui hacia la habitación, la puerta entreabierta. Dentro, encontré a Mai llorando mientras abrazaba su teléfono. En pantalla, un video de An riendo—una grabación antigua. La voz que escuché en la oscuridad era la de An. Ella decía, entre sollozos: —“An, te extraño tanto… ¿por qué te fuiste tan pronto? Extraño tu voz, tu risa, todo de ti”. Me quedé paralizada. Lágrimas brotaron sin aviso. No había traición alguna; lo que escuché era su manera de sentir, de seguir conectada con él. Todas mis dudas se desvanecieron. Esa voz no era de otro hombre, sino del recuerdo vivo de An. Esa misma mañana, levantada antes del alba, preparé su desayuno con cuidado. Cuando Mai salió, despeinada y aún con los ojos vidriosos, la abracé y dije: — “May, lo siento. Te malinterpreté”. Ella me miró, con amor y alivio en sus ojos. Respondió sin reproches: — “Lo sé… gracias, mamá”. Desde ese momento, ya no hubo distancia entre nosotras. Compartimos videos y recuerdos de An. Reímos y lloramos juntas recordando su ternura. Organizamos sus fotos y plantamos la rosa que más le gustaba en el jardín. Esa rosa florece ahora para él, para nosotras. Mai renació poco a poco: volvió su brillo en los ojos, se reintegró al trabajo, y su fortaleza me enorgullece cada día. Una tarde me susurró: —“Siento que An aún está con nosotras”. Y le respondí, con el corazón tierno: —“Claro que sí, hija. Él siempre estará”. Hoy, cada vez que la veo sonreír, mi corazón recupera paz. El dolor sigue ahí, pero juntos aprendimos a honrar su memoria con amor, comprensión y esa conexión eterna.

Recuerdo claramente ese día trágico, cuando la lluvia torrencial azotaba Saigón como una condena en mi ventana, y llegó la noticia devastadora: mi hijo único, An, había fallecido en un terrible accidente de tráfico. Todo mi mundo se desplomó. An era mi orgullo, mi sostén en la vejez. Y ahora yacía frío, dejándome a mí y a mi nuera, Mai, solas en medio del caos.

Mai siempre fue dulce, respetuosa, más una hija que una nuera para mí. El día que An murió, la vi disminuirse ante mis ojos, abrazando su foto, deshecha en llanto. Yo también sufría, pero tuve que sostenerla. Nos aferramos la una a la otra, compartiendo noches de lágrimas y silencio, repetíamos: “An siempre estará con nosotras”.

Pasaron los días, uno tras otro: un mes, dos… seis meses ya desde su partida. Mai seguía con su vida sencilla: a trabajar y regresar a casa, sin palabras, con el rostro apagado. Mi corazón dolía por ella; era tan joven para estar sola.

Y entonces noté algo diferente: empezó a arreglarse. Cambió su ropa habitual por vestidos más alegres, se maquillaba levemente. Pensé que tal vez comenzaba a sanar. Pero también regresaba más tarde: primero a las siete, luego a las ocho, hasta casi las nueve. Yo esperaba ansiosa su llegada, preocupada.

Una noche me desperté por una voz masculina en la habitación de Mai. Mi corazón latía desbocado. ¿Ella lo había encontrado ya? ¿Lo había olvidado tan pronto? Esa voz extraña retumbó en mi mente toda la noche.

A la mañana siguiente la miré con otros ojos. Intenté seguir con normalidad, pero todo parecía lejano, extraño. Su actitud me llenó de dudas.

Y al caer la noche, escuché de nuevo esa voz masculina. Esta vez no pude aguantar más: fui hacia la habitación, la puerta entreabierta. Dentro, encontré a Mai llorando mientras abrazaba su teléfono. En pantalla, un video de An riendo—una grabación antigua. La voz que escuché en la oscuridad era la de An. Ella decía, entre sollozos:
—“An, te extraño tanto… ¿por qué te fuiste tan pronto? Extraño tu voz, tu risa, todo de ti”.

Me quedé paralizada. Lágrimas brotaron sin aviso. No había traición alguna; lo que escuché era su manera de sentir, de seguir conectada con él. Todas mis dudas se desvanecieron. Esa voz no era de otro hombre, sino del recuerdo vivo de An.

Esa misma mañana, levantada antes del alba, preparé su desayuno con cuidado. Cuando Mai salió, despeinada y aún con los ojos vidriosos, la abracé y dije:

— “May, lo siento. Te malinterpreté”.

Ella me miró, con amor y alivio en sus ojos. Respondió sin reproches:

— “Lo sé… gracias, mamá”.

Desde ese momento, ya no hubo distancia entre nosotras. Compartimos videos y recuerdos de An. Reímos y lloramos juntas recordando su ternura. Organizamos sus fotos y plantamos la rosa que más le gustaba en el jardín. Esa rosa florece ahora para él, para nosotras.

Mai renació poco a poco: volvió su brillo en los ojos, se reintegró al trabajo, y su fortaleza me enorgullece cada día. Una tarde me susurró:

—“Siento que An aún está con nosotras”.

Y le respondí, con el corazón tierno:

—“Claro que sí, hija. Él siempre estará”.

Hoy, cada vez que la veo sonreír, mi corazón recupera paz. El dolor sigue ahí, pero juntos aprendimos a honrar su memoria con amor, comprensión y esa conexión eterna.