Mi hermana me envió dinero para el aniversario de la muerte de papá, pero una frase suya tan mordaz me enloqueció: devolví el dinero y corté toda comunicación.
Cada tarde, cuando el repicar de la campana del templo del pueblo se entrelaza con el rugido de los autos en la carretera, me siento junto a mi madre en el umbral de la casa, en silencio, mirando hacia la colina detrás de nosotros. Allí yace mi padre, bajo una losa fría. Desde entonces, ese porche se convirtió en un santuario del silencio: mi madre se sumerge en sus recuerdos, yo en mi ira contenida.
Papá murió repentinamente, un infarto mientras trabajaba en el jardín. Fui yo quien lo encontró, su mano fría entre la mía temblaba de horror y dolor. Estuve junto a ellos, día tras día, cuidando cada comida, cada descanso. Renuncié a muchas oportunidades para estar cerca de ellos, para volver a escuchar su voz, su risa. Me decían que con mi presencia estaban tranquilos, pero sus ojos siempre se perdían en la distancia… hacia donde vive mi hermana menor, Mỹ.
Mỹ es cinco años mayor que yo y orgullo de toda la aldea. Siempre fue brillante, hermosa, la mejor de su clase; se ganó premios y becas. Yo, en cambio, era solo “la estudiante promedio”. “¡Mỹ es tan inteligente, hará brillar el apellido familiar!”, decían. Y lo hizo: tras la universidad consiguió un buen trabajo, se casó con un hombre adinerado y vive en una elegante casa en la ciudad.
Cuando venía de visita, todo era bullicio: regalos costosos, historias de viajes, lujo. Papá la escuchaba con los ojos radiantes, una luz que nunca me dirigió. Yo me quedaba a un lado, en silencio, sintiendo un dolor punzante. Nunca sentí envidia por Mỹ, siempre la amé y me sentí orgullosa de ella, pero esa tristeza se transformó en resentimiento: la persona más cercana nunca recibió el reconocimiento que ella llenaba desde lejos.
El día que papá murió le llamé. El teléfono sonó, y al fin lo contestó:
—¿Sí? —dijo ella, entre dormida y con música de fondo.
—Hermana… papá falleció —mi voz se quebró.
Silencio. Y luego, su llanto ahogado:
—¡¿Tan de repente?! Estoy en el extranjero, no podré volver a tiempo.
Yo en shock, ella disfrutando de un viaje lujoso mientras mi mundo se desmoronaba. No llegó para despedirse del padre que me vio crecer.
Yo me ocupé de todo: ataúd, tierra, monje, invitados. Me sentía exhausta y sola. Recuerdo que papá se alegró cuando ella regaló una cámara costosa: “¡Qué hija más admirable!”. A mí, el que regaba sus plantas, nunca me dijo nada así.
Después del funeral ella llamó, entre llantos, disculpándose. Envió dinero para los gastos diciendo: “Tómalo, con eso arregla todo. Lo siento por no haber podido venir”. Sentí que intentaba comprar su ausencia, pero el dinero no devuelve ese último adiós. No paga las lágrimas que derramé sola.
En el 49.º día no vino de nuevo; “muy ocupada”, decía. Compré los arreglos y el altar sola otra vez. Vecinos murmuraban: “¿La hija grande ni fu ni fa? Ni siquiera vino al 49.º”. Eso quemaba como bosques dentro de mí.
El primer Tet sin papá, mi madre lloraba sola frente al altar. Mi hermana envió una caja linda, una camisa cara y dinero otra vez: “Haz que mamá coma bien. Lo siento, no puedo volver”. Esa ropa de marca no reemplaza su risa ni un momento familiar.
Llegó el primer aniversario de la muerte. Preparé todo con cuidado para honrar su memoria, para confortar a mamá. Semanas de presión lo organizando sola. Llamé otra vez a Mỹ:
—Mañana es el aniversario… ¿podrías venir aunque sea un rato?
Silencio. Ella contestó:
—Ya planeé un viaje con mi esposo desde hace semanas. Es imposible. Te envío dinero.
Fue como recibir un cubo de agua helada. Todo lo que había esperado se desvaneció en un instante. El calor y dolor que sentía estalló.
—¿No puedes venir ni por un día por papá?! —le grité.
—Es solo dinero —respondió ella.
Solté una sonrisa amarga:
—¿Dinero? ¿De verdad piensas que puede comprar presencia, atención? No has estado un año entero aquí… ¿el aniversario de tu padre y tampoco puedes venir? ¿Crees que solo mandar dinero basta?
—No digas cosas feas. Estoy muy ocupada, no lo comprenderías.
Colgué. Abrí mi app bancaria y devolví el dinero. Luego escribí, con las manos temblando:
“El dinero que enviaste, te lo devolví todo. Papá no lo necesita, mamá tampoco, yo tampoco. Si quieres viajar, hazlo. Pero no menciones más a papá, y no te atrevas a llamarlo ‘papá’. A los ojos de mi corazón, estás muerta.”
Apagué el celular, me senté frente al altar y lloré. No por papá, sino por mí… por el resentimiento que cargué un año entero, por esa familia rota por frialdad y nostalgia. Lloré por ese amor familiar vulnerable frente al dinero y la indiferencia.
Esa noche, escuché a Mỹ llamando a mamá entre sollozos:
—Mamá… vuelve, por favor —lamentaba —. Mami solo quiero que estés bien.
Escuché la voz quebrada de mi madre y entendí su dolor: “¿Tu viaje fue más importante que tu padre? ¿Podías dejar todo por un adiós?”. Lloré al oírlo.
—No vuelvas… nunca vuelvas —dijo ella, entre sollozos—. Puedes vivir tu vida. Ya no te necesitamos.
Sus lágrimas se mezclaron con el tañido de la campana del templo. Un silencio mortal invadió la casa. Abracé a mamá, traté de consolarla, pero entendí que ese dolor era imposible de sanar.
Vi a mamá destrozada, y supe que parte de la culpa era mía. No me arrepentía. Mi dolor era profundo, un volcan que acabó estallando. Había sido testigo de una injusticia familiar: la frialdad de la persona más esperada. Una hermana amada, ahora solo una herida sin cicatrizar.
En el umbral de esa casa, con mamá entre lágrimas, miré hacia la colina. Allí yace papá, con nuestros recuerdos y lo que quedaba de nuestra familia. Su ausencia y la indiferencia de mi hermana marcaron un vacío que me acompaña… para siempre.