El niño que recorrió 40 km tras un camión: tres horas después, lo que el conductor encontró en el maletero lo dejó aterrorizado.

La camioneta negra salió del pueblo bajo el abrasador sol del mediodía. El conductor, un hombre de unos cincuenta años, transportaba mercancías y algunos artículos viejos del mercado.

Cuando el vehículo empezó a moverse, miró por el espejo retrovisor y vio a un niño que iba en una pequeña bicicleta detrás de él, empapado en sudor, gritando desesperadamente:

¡Tío! ¡Tío, por favor, para! ¡Tío, espérame!

El hombre pensó que el chico solo quería que lo llevara. Ocupado con sus recados, pisó el acelerador y salió disparado.

Pero a lo largo de los casi 40 kilómetros de recorrido, cada vez que se detenía en un semáforo en rojo o en una gasolinera, el niño reaparecía, jadeando, con la cara roja y sonrojada, todavía pedaleando detrás de él.

A veces cerca, a veces más lejos, pero siempre ahí… siempre siguiendo.

Finalmente, harto y confundido, el conductor se detuvo en una carretera rural desierta, salió y gritó:

¿Qué te pasa, chaval? ¡Te dije que no voy a llevar a nadie!

Pero… el chico no estaba a la vista. La calle estaba desierta. Ni siquiera el sonido de las ruedas de bicicleta resonaba tras él.

Pensando que debía haber sido una alucinación inducida por el calor, el hombre volvió a subir y continuó conduciendo, tratando de sacudirse la sensación incómoda.

Tres horas después, llegó al almacén en las afueras de la ciudad. Al abrir el maletero del camión para descargar la mercancía, su cuerpo se quedó paralizado.

Entre las telas viejas yacía… una pequeña bicicleta. El manillar estaba roto, el cuadro retorcido y manchado de sangre seca.

Encajada en el cuadro de la bicicleta había una vieja y amarillenta foto de estudiante: el mismo chico que lo había estado persiguiendo toda la tarde.

En el reverso de la foto había unas palabras garabateadas apresuradamente:

Soy el hijo de la mujer que tuvo un accidente el día que regresabas del mercado.
Me atropellaste en bicicleta y te fuiste.
Mi madre murió…
Y sigo yendo tras de ti, solo para preguntarte por qué.

El conductor se desplomó de rodillas en medio del patio. El viento aulló de repente, aunque el cielo estaba despejado y sin nubes.

Desde aquel día, la pequeña bicicleta permaneció en el almacén, junto a la cual ardía incienso todas las noches.

Pero el hombre… nunca más se atrevió a conducir por ese mismo camino.

Porque sabía que, aunque invisibles, un par de ojos pequeños y silenciosos siempre estarían observando desde atrás.